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Una bici que es un vicio

El nuevo Bicing eléctrico va tan fino que los ciclistas tienen la tentación de olvidarse de pedalear y optar por tirar de motor

Clara Blanchar
Una usuaria con una de las bicicletas eléctricas del Bicing.
Una usuaria con una de las bicicletas eléctricas del Bicing. massimiliano minocri

Nace, dice el Ayuntamiento, porque el futuro de la bici es eléctrico, y para ayudar en los desplazamientos entre mar y montaña. Pero el Bicing eléctrico puede convertirse rápidamente y si uno no se emplea en pedalear apagando el motor, en un vicio: el de utilizarlo todo el rato con el pedaleo asistido. Y lo dice quien lleva 13 años pedaleando por Barcelona: primero con una BH Bolero sin marchas que perteneció a una castigada flota de alquiler de Formentera; y luego con una Fet a Mà con nueve marchas de tubo.

Vayamos por partes tras una prueba de casi una hora —con paradas— circulando por un recorrido improvisado que arranca en el Poble Sec para subir hasta el castillo de Montjuïc —sin esfuerzo, oiga—, bajar por Miramar, Morrot, Colón, Moll de la Fusta, Via Laietana, barrio de Sant Pere, Trafalgar, Arc de Triomf, paseo de Sant Joan, Gran Via y Rambla de Catalunya.

La primera evidencia: el Bicing eléctrico mola. Todo el mundo (bueno, todo el mundo que va en bici) te mira, remira y si estás parado en un semáforo, pregunta qué tal. Estéticamente no es tan pote como el Bicing normal. Es blanca, el cuadro redondeado con la batería incorporada. Y no emite el zumbido sordo y reconocible de las normales.

Las bicis públicas de Barcelona han costado más de mil euros por unidad

La segunda evidencia: las bicis de la segunda generación de la bici pública de Barcelona van como una seda y como un tiro. Como una seda como cualquier aparato nuevo; éste nos ha costado más de mil euros la unidad. La bici va finísima y tiene hasta algo de suspensión justo debajo del sillín. Y como un tiro porque técnicamente responde muy rápido: llegas a la cuesta, le das al botón de pedaleo asistido, y si no tienes bastante con el nivel uno, le das al dos, subes hasta el tres y la bici camina casi sin esfuerzo. También es una gozada el sistema de arranque que empuja la bici sola los primeros metros, aliviando las rodillas de quien la conduce.

Eso sí, por muy eléctrica que sea, representa que no puedes dejar de pedalear. No si subes una cuesta, a la que tus piernas paran; la bici también. Pero en llano acabas cayendo en la tentación de darle al tercer nivel de motor y con un empujoncito cada 30 metros tienes de sobra para avanzar.

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Otro tema es la velocidad. Será el zumbido del motor, o la vibración que te llega desde los pedales y debajo del trasero, pero la bici eléctrica corre bastante más que la convencional. Una sensación que se acentúa en llano y en tramos sin obstáculos. El ejemplo perfecto, la Gran Via, donde los 20 kilómetros hora parecen más. Tanto como para preguntarse cuánto daño te podrías hacer/podrías infligir, si te la pegas contra alguien.

Y si nos podemos estupendos, para citar defectos, ahí van dos. Uno, lo que tarda el cambio de marchas sin motor. Tarda, dicen los expertos, porque es un cambio de plato, no de piñón. Y dos, que cuando subes de nivel con el pedaleo asistido, pasas del uno al dos, tres. Y en cambio, al bajar, bajas del tres al uno, sin pasar por el dos.

Hay otro pero, aunque es cuestión de tiempo. Acostumbrados como están los usuarios del Bicing a tener siempre una estación a cinco calles, las 23 estaciones de ahora obligan a pensar muy mucho dónde podremos dejar la bici en función de nuestro destino. Por cierto, la estación del aparcamiento de la avenida de Francesc Cambó sale en la web como operativo y el martes por la mañana no funcionaba.

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Sobre la firma

Clara Blanchar
Centrada en la información sobre Barcelona, la política municipal, la ciudad y sus conflictos son su materia prima. Especializada en temas de urbanismo, movilidad, movimientos sociales y vivienda, ha trabajado en las secciones de economía, política y deportes. Es licenciada por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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