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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Condenados de lujo

borja simón de las heras

El sistema democrático se ha convertido en el ideal caldo de cultivo para el despilfarro y la apropiación de lo público, cuyos protagonistas responden a una estirpe de lo más variopinta, que aglutina desde personajes mediáticos de la farándula hasta notables representantes políticos e institucionales. Lo cierto es que estas prácticas se vislumbran desde tiempos ya pasados, pero los últimos años son expresivos de una recusable tendencia en la práctica de conductas de incuestionable falta de legalidad y honestidad.

Resulta paradójico que más allá de donde resuenan los ecos de la impudicia del justiciable ‘de primera clase’, asistamos a una sociedad civil que realiza denodados esfuerzos por cumplir, con pulcritud, la infinidad de normas que abriga nuestro ordenamiento jurídico bajo el temor fundado de elevadas sanciones pecuniarias, que mermasen aún más la exánime coyuntura económica familiar, e incluso de una posible pena de prisión que, en fin, pudiera suponer además la desestructuración de una familia con consecuencias, en ocasiones, irreversibles.

Así las cosas, parece contradictorio que quien más responsabilidades ostenta, no sólo privadas sino también públicas, muestre una conducta de mayor desconsideración y desprecio al cumplimiento riguroso de la legalidad. Desgraciadamente, resultan heroicas las excepciones donde subsiste cierto halo de vocación política como verdadero servicio desinteresado a la sociedad, y se aleje de las prerrogativas, de toda índole, que confiere el infausto clientelismo cimentado en el mero interés crematístico.

Sentado lo que antecede, los tribunales de nuestro país –en nuestro territorio las Audiencias Provinciales y el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco– asisten al riguroso esfuerzo de dilucidar cuál es el reproche penal de tan inicuos procederes, y en tal labor subyace la endémica figura de la suspensión de la pena.

La corrupción suscita encarnizadas diatribas dialécticas

En efecto, los medios de comunicación se han inundado durante años de titulares que hablaban de penas de 2 años, o inferiores, a representantes políticos, de toda consideración social, que se ‘libraban’ de la cárcel por efecto de la suspensión de su pena. A pesar de que el sistema penológico refiere penas nada ociosas para algunas conductas corruptas, no se ha de olvidar que aplicaciones de atenuantes muy cualificadas (como la recurrente de dilaciones indebidas) –y máxime en esta suerte de procedimientos que, desafortunadamente, se dilatan sobremanera en el tiempo– permiten tal reducción en la pena que obliga al juzgador a discurrir en estadios penológicos más leves.

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En puridad, la suspensión de la pena se erige como una facultad del juzgador, y lejos queda de convertirse en un mandato imperativo, y así, examinará no sólo el cumplimiento de los requisitos legales, es decir, la cualidad de delincuente primario, la imposición de una pena inferior o igual a 2 años, y la satisfacción de las responsabilidades civiles con determinadas especificidades, sino también la potencial peligrosidad criminal y la existencia de otros procedimientos penales. Además, el texto legal es lo bastante amplio para permitir que fundamentos alejados de tales criterios sean suficientes para conformar la convicción del juzgador en la no conveniencia de suspender la pena.

No obstante, tal actuar es difícil de observar, y lo cierto es que el espíritu mayoritario de los juzgadores ha demostrado cierto automatismo en la concesión de la suspensión de la pena cuando se cumplen los requisitos que establece el Código Penal. Sin embargo, y máxime en los delitos relativos a la corrupción, existen tribunales –y cada vez más– que hacen gala de una creatividad jurídica, digna de mención, como, a efectos ilustrativos, la preconizada por la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Barcelona en el conocido caso Pallerols, al entender que la concesión de la suspensión de la pena resultaría “hasta obsceno” y no ejercería el debido “freno o cortapisa” a la materialización de conductas corruptas.

En los mismos términos, el Tribunal Superior de Justicia de Murcia negó la suspensión de la pena en un caso de cohecho perpetrado por un alcalde, y cuyas reflexiones críticas me tomo la licencia de citar literalmente, por su gran expresividad, al considerar que “la pena ha de cumplir una irrenunciable función de restablecimiento de la confianza de la comunidad en la vigencia de la norma infringida con el delito”; y así invoca la función de prevención general positiva, apostillando a tal respecto que “sólo se cumple si el delincuente sabe que tiene todas las probabilidades de tener que cumplir”.

Asimismo el tribunal responde a ese manido argumento de las defensas letradas consistente en que el cumplimiento efectivo de la pena no respondería al principio de reinserción social en el caso de su ‘prestigioso’ representado, pues bien “la idea de resocialización no conlleva una renuncia al principio de culpabilidad ni a la proporcionalidad de la pena con dicha culpabilidad”.

De tal manera, no resulta posible desconocer dos sentencias de rabiosa actualidad mediática, una referente a un ávido miembro de las más altas esferas políticas condenado a 9 meses de prisión, y otra a una de las figuras más representativas del mundo artístico condenada a 2 años de prisión, en las que se acogen los razonamientos expuestos al efecto de enriquecer la motivación de la no conveniencia de suspender la pena de prisión de los condenados.

Pese a secundar los contundentes efectos de las meritadas sentencias, ello no obsta para condenar aquéllas que pudieran suponer un absoluto ‘brindis al sol’, que oculte, en esencia, una autocracia de una conciencia compartida, que se convierta en un mero bálsamo de la indignación de la sociedad, pero que, jurídicamente, cristalice una orfandad de razón más propia del decisionismo inmotivado característico de las antípodas de un Estado de Derecho.

Aún así, lo que tampoco se puede pretender es que la sociedad se mantenga incólume mientras asiste estupefacta al ostentoso desfile de acusados que gozan de su libertad como consecuencia de sentencias condenatorias suspendidas, a pesar de que soportarán de por vida una condena pública no susceptible de suspensión ante ninguna instancia judicial. Y todo ello en el mejor de los casos ya que sus técnicas subrepticias, que contaminan la conciencia social, provocan que la cifra oculta de criminalidad en este ámbito sea tan execrable como elevada.

Sin duda, la corrupción suscita encarnizadas diatribas dialécticas en el plano más profano del conocimiento –alentadas por la percepción de una cuasi total impunidad material del condenado ‘de lujo’–, y donde subyacen constantes reminiscencias a los postulados primigenios del sistema penal pretérito, donde el fin de las penas privativas de libertad se alzaba como meramente retributivo. Lo cierto es que, en ocasiones, la compensación de la culpabilidad del reo se antoja ineluctablemente vinculada al cumplimiento efectivo de la pena impuesta.

En fin, los avatares de la corrupción son causa de una peligrosa desafección política de la sociedad sin precedentes, y que hace incluso tambalear a un bipartidismo político que ha jalonado sin fisuras el sistema democrático español. Así pues, y a modo de epílogo, quisiera exhortar a quien corresponda a lo siguiente: evítense terceros grados anticipados que auspician los efectos perversos de las decisiones injustas, indultos que dormitan en el más descarado servilismo, o condiciones de desigualdad en el tratamiento en los centros penitenciarios que afloran un repulsivo agravio comparativo. En definitiva, evítense ‘gestos’ hilarantes que supongan un insulto a la inteligencia de la sociedad, y un ímprobo esfuerzo por aparentar que la ley se aplica de forma igualitaria, cuando a los ojos de la ciudadanía la Justicia se cierne como una impostura donde se refugian los poderosos. Así, con tal sentir impregnado en el justiciable de a pie –y me refiero a aquél que padece los continuos recortes en servicios sociales, que realiza sacrificios titánicos por llegar a fin de mes, o que sufre en sus entrañas las consecuencias de un desahucio o el desempleo– languidece la legitimidad material del actual sistema.

Borja Simón de las Heras Estudiante de Máster de Acceso a la Abogacía (Universidad de Deusto)

www.derecho.deusto.es

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