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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jordi Solé Tura como periodista

El articulismo de Solé debiera ser revisitado y reeditado. Es actual y no desmerece de su papel como “padre de la Constitución”

Xavier Vidal-Folch

Falta desde hace cinco años. Y desde hace aún más tiempo, pocos escriben como él solía: “El domingo 12 de diciembre, día de las elecciones en Rusia, a las siete de la mañana corría yo por las heladas carreteras de la estepa del Don en una camioneta desvencijada...” Así iniciaba en este diario un análisis sobre la era postsoviética, el 24 de diciembre de 1993.

El hijo de los panaderos de Mollet fue un resistente de los de verdad, dirigente comunista, profesor de Derecho Político, maestro de rebeldes, ensayista de éxito envidiado, padre de la Constitución de 1978, diputado socialista, ministro, miembro de la Asamblea del Consejo de Europa, de la Convención para la Constitución Europea... Jordi Solé Tura ha sido todas esas cosas y muchas más, pero sobre todo un activista sin renuncio, un político honesto, un intelectual decente y un hombre digno.

Y también un periodista singular, en la gama del análisis y la opinión. Su escritura clara, trabada y siempre concluyente era deudora al menos de un triple origen.

Se debía a su experiencia de radiofonista desde la emisora roja por antonomasia cuando se le empujó al exilio. A su capacidad analítica, que le permitió convertirse en un académico brillante, pero llano, uno de los primeros carentes del complejo de aterrizar en letras menores, como las del periodismo. A su necesidad vital de comunicar para suscitar reflexión, reacción, acción. Por eso el articulismo de Solé bien merece ser revisitado, tanto quizás como su papel en la fabricación de la Constitución (vean la excelente lección de Miquel Roca en “Textos per la Democràcia”, 3, Mollet, 2014). Y esto es lo que ha iniciado la Casa Gran de su Mollet natal, albacea que instituyó un premio a tesis, celebra actos, y pugna por desacreditar el dicho según el cual nadie es profeta en su tierra.

La eficacia narrativa-interpretativa de Solé arranca de su curiosidad universal y su visión del mundo casi como “un escenario de batalla”

La eficacia narrativa-interpretativa de Solé arranca de su curiosidad universal y su visión del mundo casi como “un escenario de batalla”, como apuntó en el aniversario el profesor Pere Vilanova. Una escena apretada de huestes que avanzan y retroceden, flancos desprotegidos y objetivos de largo plazo, tensiones internas de cada litigante, relaciones de fuerzas en perpetua volatilidad, victorias pírricas y derrotas sin paliativos. Y entre los protagonistas hay siempre buenos y malos, aunque nunca les tilde de tales.

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Por eso existe un fino hilo conductor entre los largos escritos de actualidad que publicó en El Noticiero Universal a principios de los setenta (agrupados en “Política internacional y conflictos de clases”, Laia, 1974) y los dos centenares de artículos que sacó a la luz en EL PAIS durante un cuarto de siglo decisivo, entre 1978 y 2003.

Aquellos buscaban iluminar la situación interna a través del análisis de países interpuestos, y enlazan con las altas cotas que el periodismo internacional alcanzó por esa razón en Barcelona en los estertores de la dictadura. Aunque a la vista de hoy se aprecian aquejados de los límites del utilitarismo militante, cada uno de esos textos contiene alguna sugerencia de interés, incluidos aquellos —sobre la crisis del petróleo, por ejemplo— en que el autor se reconocía menos cómodo.

Los artículos publicados en este diario, y que merecerían una edición crítica de conjunto, versan sobre temáticas más variopintas, y aguantan mejor que bien. Como sobre gustos no hay disputas, es legítimo destacar tres familias de textos.

Una es la que aborda la actualidad u obsolescencia del Estado-nación y de la soberanía nacional, un debate clave para la cuestión territorial. Y para la europea. En 1973 Solé sostenía que “los marcos nacionales todavía no han sido desbordados ni tampoco es de prever que lo sean a corto plazo” (“Política internacional...”). En 1985 subrayaba que “la única posibilidad de que las actuales nacionalidades puedan aguantar bien el impulso de la integración europea (....) es que refuercen su papel en los Estados actuales (“Nacionalidades y nacionalismos en España”, Alianza, 1985).

Y diez años después debelaba “la reafirmación del viejo nacionalismo (y la) reivindicación del concepto tradicional de la soberanía como el ejercicio de un poder propio y exclusivo, aislado del resto de los países y capaz de solventar por sí mismo, en solitario, los problemas de nuestro país y las relaciones con el exterior”. Atención, epígonos de la naftalínica escuela montserratina que jamás le perdonó la crítica a los poderosos próximos: no se refería en este caso al nacionalismo catalán, sino... al español (“El fletán y el patriotismo”, 9 de mayo de 1995).

Otro excelente grupo de artículos, muchos de ellos anticipatorios, relatan y desentrañan la caída del imperio soviético y la tambaleante transición liberal de los países de la Europa oriental que tan bien conoció. Y que desembocan fluidamente en los análisis sobre la Unión Europea, la Europa política y la defensiva, sus límites y su capacidad de integración, su arquitectura jurídica y sus sociedades desconcertadas, pero aún vibrantes en vísperas de la gran crisis.

Pueden acudir a la web, o apretar para que aparezca una antología razonada. Lo está ya rumiando alguna buena gente de Mollet.

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