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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Matar al mensajero Podemos

La cuestión no es la Transición, sino cómo lograr un nuevo pacto que haga posible una sociedad democrática digna de este nombre

Josep Ramoneda

La gran novedad de Podemos es que surgidos de movimientos sociales con alta carga antisistema han pasado rápidamente a disputar el poder político a los partidos del sistema y con las reglas del sistema. Para decirlo con la palabra que han puesto de moda, la anticasta llama a la puerta de la casta, no tanto para echarla abajo como para disputarle el reparto del poder. Este paso, insólito en la política posmoderna europea, genera desconcierto.

Obviamente inquieta al establecimiento político y económico, que contemplaba a los movimientos sociales acampando en las afueras del recinto político institucional como algo inofensivo. El éxito de las movilizaciones contra los desahucios fue el primer susto, pero el Parlamento ya se encargó de no traducir políticamente lo que les llegó. Pero sobre todo es interesante la incomprensión que se detecta entre las generaciones formadas en los mitos revolucionarios de los 60 pero también en algunos sectores de los movimientos sociales de los que surgió Podemos.

En los años setenta, los movimientos revolucionarios entraron en el trágico impasse de la violencia como en la Italia de los años del plomo y la Alemania de la Baader Meinhof, o simplemente fueron desapareciendo de la escena. Muchos viejos militantes migraron hacia partidos de orden como eran ya aquel momento los comunistas europeos y la socialdemocracia. A algunos de estos les ha sorprendido que desde unos movimientos sociales se diera el paso directo y sin intermediarios a la política institucional.

La irrupción de Podemos, como el soberanismo catalán y la corrupción, son síntomas de enfermedades profundas de una sociedad en que el pacto social se ha quebrado

Desde el otro lado, desde la cultura radical de los insensibles a las tentaciones del poder, de los que quieren cambiar la sociedad desde abajo, generando nuevas formas de convivencia y de relación social, al salto de Podemos le persigue el fantasma de la traición, el miedo a que acaben comportándose como los demás, lo que genera una mezcla de complicidad y de compasión. De modo que el debate se acaba convirtiendo en una pugna entre los que temen que se convierta en casta, y que, una vez más, la ilusión se derrumbe y la derrota se instale entre los progresistas; y los que están deseando encontrar las primeras pistas que confirmen que ya van camino de ser casta, que, por tanto, pronto serán de los nuestros, ya estarán neutralizados, se acabó el peligro.

La irrupción de Podemos, como el soberanismo catalán y como la corrupción, son síntomas de enfermedades profundas de una sociedad en que el pacto social se ha quebrado y de un régimen político agotado, que tiene a sus órganos vitales muy tocados. Algunos piensan que estos síntomas se podrían reducir con analgésicos fuertes y que descalificando a Podemos antes de que llegue, desarticulando al soberanismo con medidas constitucionales extremas y exhibiendo mano dura contra la corrupción con una exhibición de inútil arsenal legislativo, volvería la calma y lo esencial quedaría salvaguardado por unas cuantas décadas más. Pero, la enfermedad que estos síntomas revelan ya está en las pantallas no sólo de los presuntos médicos si no de todos los ciudadanos. Y cada vez será más difícil tratar de entretener al personal con los síntomas para que no se vean los tumores.

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Las preguntas están en la calle. ¿Es posible recomponer el pacto social para acabar con la fractura de la desigualdad y avanzar hacia una política fiscal eficazmente redistributiva? ¿Es posible abrir el sistema político de modo que dos partidos no gocen de un poder casi absoluto sobre un entramado institucional en que todos los sistemas de control están bajo su tutela? ¿Es posible seguir hablando de democracia cuando las decisiones políticas se toman en función de los movimientos de los mercados y la opinión de los ciudadanos queda limitada al voto cada cuatro años? ¿Es posible que la política y la ley sean realmente los instrumentos para defender los intereses de los ciudadanos que no tienen poder?

Estas son las cuestiones que hay que afrontar si se quiere realmente reformar un régimen gastado, como propone Pedro Sánchez. El debate no es en torno al pacto de la Transición. El debate es cómo lograr un nuevo pacto que permita reconstruir el régimen político para hacer posible una sociedad democrática digna de este nombre para los próximos 30 años. Y para ello es imprescindible abrir el candado con que PSOE y PP y sus colaboradores periféricos, CiU entre ellos, han ido cerrando el régimen hasta asfixiarlo. El PP está instalado en el inmovilismo, el PSOE quiere reformar y Podemos, desde un punto de vista, y el soberanismo desde otro, buscan ciertas rupturas.

No es un debate muy distinto del de la Transición. Por eso muchos comparan el recorrido de Podemos con el del PSOE de Felipe González. En cualquier caso, es un debate excelente para las próximas elecciones generales, en un tiempo en que la utopía ha cambiado de bando, el dinero cree que no hay límites y que todo le está permitido, en este Jauja llamado globalización, y los que vienen de la radicalidad, en cambio, buscan medidas concretas para salvar la fundamental: la dignidad de las personas y sus condiciones de vida. Pero de momento, lo que prima es la prisa de PP y PSOE por matar al mensajero Podemos.

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