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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Panderetas y castañuelas

Si la convocatoria del segundo 9-N era una bufonada, ¿cómo es que el Gobierno lanza contra ella todo el aparato del Estado?

El catalanismo nos ha decepcionado muchas veces. El españolismo, en cambio, no nos falla nunca”. La frase no es mía, sino de algún anónimo nacionalista catalán cargado de experiencia y de ironía. Pero su exactitud se está viendo verificada estos días por la decisión del Gobierno español de impugnar también la consulta alternativa convocada para el 9 de noviembre en Cataluña.

Durante un par de semanas pareció que no, que una vez suspendida por el Constitucional la consulta formal promovida desde la Generalitat, Rajoy, su equipo y sus corifeos iban a dejar que el nuevo 9-N se cociera en su propia salsa. Es decir que, desdeñosos e impasibles, se limitarían a subrayar las numerosas debilidades del llamado “proceso de participación ciudadana” (en materia de censo, de mesas electorales e interventores, de participación, de control sobre el escrutinio, etcétera), con la firme convicción de que ese 9-N sucedáneo perecería víctima de la falta de credibilidad y del magro poder de convocatoria. De todos modos, convendrán conmigo que tenía gracia escuchar a la señora Sáenz de Santamaría denunciando la ausencia de garantías del segundo 9-N, cuando la convocatoria inicial sí las tenía, y fueron ella y su Gobierno quienes la bloquearon.

Aun así, algunos hemos dudado siempre de que este PP con mayoría absoluta y tanto plomo de escándalos en las alas fuese capaz de una conducta tan flemática, tan sutil, tan poco española. De hecho, tras la aparente perplejidad de la Moncloa, días atrás ya se oía piafar a los caballos de la “brigada Aranzadi” (tomo prestada la feliz metáfora a Enric Juliana), y a sus jinetes —la Abogacía del Estado en pleno— afilar los sables. Esta semana, los sorayos —encargados al parecer por Rajoy de la gestión política de la crisis catalana— se han lanzado a la carga, con lo cual dejan en evidencia —mejor dicho, en ridículo— a toda la tropilla de constitucionalistas y otros jurisconsultos, de historiadores, politólogos y demás científicos sociales que tanto se habían esforzado últimamente por minimizar, menospreciar y caricaturizar la movilización prevista el 9-N, tachándola de parodia, farsa, esperpento, simulacro, etcétera.

El pasado martes el responsable de Acción Política del PSOE, del nuevo PSOE de Pedro Sánchez, el exlehendakari Patxi López, condenaba sin ambages el proceso participativo del 9-N

Porque, vamos a ver: si la convocatoria anunciada por Artur Mas el pasado 14 de octubre era “de charanga y pandereta”, entonces ¿cómo cabe calificar al Gobierno que moviliza todo el aparato del Estado para impedir semejante bufonada? ¿Un Gobierno de faralaes y castañuelas? ¿Uno presidido por el bombero-torero?

Decididamente, la segunda versión del 9-N no debía de ser tan grotesca ni su resultado tan despreciable como han pretendido algunos. Y tampoco parece verosímil que el Ejecutivo central promueva su suspensión para salvaguardar una pureza democrática de la que el PP ha hecho y hace mangas y capirotes siempre que puede (véase la ley de seguridad ciudadana). A lo largo de esta semana hemos ido viendo cuáles eran las claves del nuevo recurso gubernamental: el ministro de Justicia, Rafael Catalá, lo ha justificado arguyendo que no podía tolerarse una “consulta equivalente” a la suspendida, un nuevo 9-N que tuviera resultados parecidos al primitivo. Y hemos sabido también que lo que está fuera de la ley es la pregunta, porque el simple hecho de formularla —aunque sea dentro de lo que alguien denominó una “gigaencuesta”— cuestiona “la indisoluble unidad de la Nación española”, y eso es un tabú. ¡Ay, las panderetas!

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Pero no sería justo cargar toda la responsabilidad de la cerrazón monclovita al Partido Popular, ni a los altos cuerpos funcionariales del Estado tan identificados con él. El pasado martes, el El Matí de Catalunya Ràdio, el responsable de Acción Política del PSOE, del nuevo PSOE de Pedro Sánchez, el exlehendakari Patxi López, condenaba sin ambages el proceso participativo del 9-N, daba su apoyo a la nueva impugnación puesta en marcha por el Gobierno del PP y concluía: “Hay cuestiones que no se pueden votar”. Más tabúes.

Y el problema ni siquiera se circunscribe a la clase política, o político-mediática. El 23 de octubre, EL PAÍS informaba en sus páginas de Economía del surgimiento, en el seno de la CEOE, de una candidatura alternativa a la del actual presidente, el barcelonés Juan Rosell Lastortras. Hasta aquí, perfecto. Lo destacable es que, al parecer, el principal reproche que esos empresarios descontentos le hacen es “su gestión de la cuestión catalana”; Rosell estaría “tratando de contemporizar con las reivindicaciones de la Generalitat”, y no sería lo bastante contundente en el rechazo del proceso soberanista.

¿Necesitaban otra prueba del abismo mental que se ha abierto entre Cataluña y el establishment español? Pues ahí la tienen: Juan Rosell, militante de Alianza Popular tres décadas atrás, cercano siempre al PP, unionista conspicuo, ¡sospechoso de lenidad e indulgencia ante el desafío soberanista! Es verdad, el patrón de patronos todavía no ha amenazado a todos los asalariados catalanes con el pacto del hambre, si se les ocurre votar por la independencia...

No, Rosell no contemporiza con el separatismo. Trata de contemporizar con la realidad, esa que desde Madrid prefieren ignorar.

Joan B. Culla i Clará es profesor de Historia.

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