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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un mapa en pleno sismo

De momento parece que manda Artur Mas y que no se resigna a la condición de cadáver político que algunos le atribuyen

Agrade más o agrade menos, el hecho es que la política catalana se halla inmersa en un profundo proceso de mutación, de cambio sustancial de paradigmas. Pierden el tiempo quienes todavía sueñan con un regreso a los plácidos y previsibles tiempos de Pujol y Maragall, de la diarquía Convergència i Unió-PSC, de los gobiernos amigos o, por lo menos, agradecidos en Madrid y del pájaro en mano en Barcelona. Ese modelo conoció sus últimos, agónicos, estertores entre 2004 y 2006, alrededor de las expectativas suscitadas por el nuevo Estatuto. La sentencia de 2010 lo liquidó, y la mayoría absoluta de Rajoy lo ha sepultado. Descanse en paz.

Dicho esto, una de las paradojas del asunto es que el mascarón de proa de la mutación en curso —no el motor, pero sí su rostro más visible— sea Artur Mas i Gavarró. Paradoja, porque una docena de años atrás sus rivales dentro del espacio nacionalista catalán describían al actual presidente de la Generalitat como un robot, un producto de laboratorio, exponente del “pragmatismo sin valores y sin dignidad”, un “dirigente-gestor sin pasión y de un catalanismo débil”, incluso un “traidor al soberanismo”; en suma, un tipo que, por su perfil sociológico, hubiese podido militar perfectamente en el Partido Popular y al que, de hecho, portavoces de Esquerra acusaron, durante la campaña electoral del otoño de 2003, de ser, literalmente, “el candidato del PP”.

Paradoja, también, porque desde diciembre de 2012 la derecha madrileña ha presentado machaconamente a Mas como un títere de Oriol Junqueras; el hombre-biombo, el tonto útil detrás del cual la artera rusticidad del líder de ERC movía los hilos del proceso soberanista y, al mismo tiempo, preparaba la ruina de su marioneta. Todavía el pasado domingo, durante la celebración del Doce de Octubre, un Mariano Rajoy embebido de esa teoría soltó aquello de “no sé muy bien quién manda ahí”, en referencia a Cataluña.

Pues, de momento, parece que manda Artur Mas. Y que no se resigna a esa condición de cadáver político que Albert Rivera, Alicia Sánchez-Camacho y un montón de articulistas ya le han atribuido media docena de veces a lo largo de los últimos meses. Quizá es que está acostumbrado a contemplar su propio entierro: ¿acaso no hubo quienes lo oficiaron tras las elecciones de 2003, las de 2006 y las de 2012? Y, en todo caso, ¡qué curioso afán por certificar el fallecimiento de un difunto presuntamente tan flagrante y hediondo!

Que el presidente Mas siga políticamente vivo no significa que lo tenga fácil ni que acierte siempre

Ahora bien, que el presidente Mas siga políticamente vivo no significa que lo tenga fácil ni que acierte siempre. A mi juicio, la decisión anunciada el pasado martes con respecto a la consulta del 9-N es, por una parte, un ejercicio de realismo al constatar que las iniciativas del Gobierno central y las resoluciones del Tribunal Constitucional impiden realizar, en esa fecha, una votación democráticamente homologable.

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Al mismo tiempo, el lanzamiento de la seudoconsulta constituye un intento algo desesperado, harto problemático y muy discutible de dar contenido político y potencial movilizador a un 9 de noviembre que el conjunto del soberanismo tenía marcado en rojo desde hace casi un año, y que a Mas le ha parecido peligroso desconvocar por completo, convirtiéndolo de golpe en una fecha vacía, en un domingo ordinario.

¿Que había otras fórmulas de movilización posibles? Sin duda. ¿Mejores? Depende de para qué. Opino que en esta materia no está dicha la última palabra, y que en los veintidós días que faltan para el 9-N pueden pasar muchas cosas.

Sea como sea, el anuncio presidencial del 14 de octubre ha suscitado reacciones curiosas. Por ejemplo, los mismos que han venido jaleando al aparato estatal para que bloquease, sin dejar ningún resquicio, la posibilidad de un 9-N creíble, acusan ahora a Artur Mas de torpeza e incompetencia por no haber sido capaz de garantizar una consulta en serio. Por ejemplo, aquellos que temían o le reprochaban la preparación de alguna variante de Sis d'Octubre ilegal y sedicioso, describen ahora al presidente como derrotado, rendido y fracasado. Por no hablar de aquellos capitanes Araña que le empujaban al sacrificio heroico..., sin asumir ellos ninguna responsabilidad, y hoy lo tachan de traidor a través de las redes sociales.

Desde luego, lo único capaz de sustituir —incluso con ventaja— a una consulta o un referéndum celebrados en condiciones intachables son unas elecciones que adquieran carácter plebiscitario alrededor del tema de la independencia. Y no cabe duda de que a eso vamos a unos meses vista. Lo que no entiendo es que el Gobierno español prefiera gestionar el resultado de tales elecciones, antes que el escrutinio de una consulta no vinculante.

Pero no se inquieten. El pasado martes, en el foro del Financial Times, Mariano Rajoy aclaró con relación a Cataluña que “podemos hablar de todo”; talmente como si se refiriese a su tertulia en el Casino de Pontevedra.

No sabe, señor presidente, el peso que nos quita de encima.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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