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FICCIÓN

Ya no me tomo la medicación

Vicent emigra a Alephus VI, la promoción colonial de la Generalitat Valenciana en Siberia del oeste

Buenos días, señor Vi-cent. Empieza Usted una jornada espléndida. Del 0 a 10, ¿cómo calificaría Usted su estado de ánimo?” La voz de Ariadna, la teleterapeuta de la aplicación “Anima-esa-cara”, sonaba metálica y almibarada desde la pantalla. Como cada mañana, él ignoró la pregunta, ignoró también la quemazón del café caliente, la taza del Valencia Club de Fútbol hervía entre sus dedos, pero era un dolor casi grato, un pequeño resarcimiento para él, que había emigrado de su barrio de Mislata y estaba arrepentido desde el primer día.

 Cumplía dos inviernos ya en Alephus VI, la promoción colonial de la Generalitat Valenciana en Siberia del oeste. Después de completar un grado en administración de empresas, dos masters y cinco años de desempleo, la pensión de sus padres no dio para más y se vio forzado a aceptar un contrato de almacenero en prácticas (director de departamento, en la versión para los suyos) en el extrarradio de Salejard, monstruosamente ampliada sobre el hielo a costa del gas ruso. El convenio entre las dos capitales había llenado sus yermas avenidas de valencianos como él, que se dejaban caer por la zona con el futuro congelado como el mismo paisaje.

“¿En qué medida se encuentra hoy animado? Nada animado sería del 0 al 2…”. Hundió la nariz morada en el vaho del café y se le escapó un gesto de desprecio, no se sabe si hacia sí mismo o hacia la pantalla. “Bastante animado sería del 5 al 6…”, la máquina insistía como el vaho de su taza y él debía contestar si quería que los sabuesos de recursos humanos no tomaran nota de su verdadero humor.

Vicent era un treintañero desmochado con los ojos de un niño pero el cansancio hondo, trabajado, del viejo que asomaba ya en él. “Del ocho al diez totalmente animado…”. “¡Un diez!”, contestó con la misma impostura que la máquina.

En los últimos años antes de emigrar, cuando la apatía ya le había ganado el pulso a sus sueños, una doctora le estuvo atendiendo regularmente en el centro de salud. Era una cincuentona de ojos cansados pero accesibles y confiaba en que él tomaría unas pastillas blancas que le sacudirían la depresión de encima. Pero sólo le hacían vomitar. Nunca se lo dijo, unos ojos como aquellos eran raros de encontrar en esos días en que todo eran caras agrias, hombros caídos, colegas taciturnos y un rosario de corruptelas en los titulares de la prensa.

“Enhorabuena Vi-cent, ¡está Usted hoy totalmente animado!”. La teleterapeuta pestañeó sonriente con la puntualidad de un segundero, incapaz de mostrar impaciencia. Vicent pulsó el teclado con irritación y el icono desplegó una sonrisa de azafata en el monitor, antes de desaparecer con la irrupción de su madre en Skype.

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Carinyet, ¿cómo vas?", el rostro de la anciana se iluminó alegre cuando él activó su cámara web. “Bien, mamá, me van a subir de rango, hoy he pasado del naranja al verde en mi gráfica de ánimo…”. “¡Eso está de categoría, fill meu!”. Se miraron en un silencio atropellado, Vicent se preguntó si había visto antes en su madre esas bolsas bajo los ojos, el nuevo monitor LED en 3 dimensiones era implacable. Encendió el flexo para iluminarse la cara, “si pudieras ver mi nuevo monitor, mamá, ¡27 pulgadas!” La madre asintió con una confianza de labios apretados, “eso, tú aprovéchate que para eso te hemos dado carrera, hijo… pero come bien y abrígate como Dios manda, ¿no estarás resfriado?”. Sus ojos brillaban a la luz del flexo, desactivó la cámara antes de provocar más preguntas. “¿Todavía vas a la doctora Puchades? ¿qué te dice para darte ánimo? Si se acuerda de mí….puedes decirle que ya no me tomo la medicación, pero que me encuentro estupendamente”.

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