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LA CRÓNICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Escribir

Antes no cometíamos tantas faltas, quizá porque le teníamos más pánico al editor que respeto al lector

Ramon Besa
La @ ha irrumpido en los cuadernos de caligrafía, como el de la fotografía, de un colegio de Madrid.
La @ ha irrumpido en los cuadernos de caligrafía, como el de la fotografía, de un colegio de Madrid.santi burgos

Todavía quedan lectores que desde el rigor corrigen amablemente a los periodistas que se equivocan como yo. Hace poco recibí un comentario en el que se me advertía del error que cometía cada vez que utilizaba el término “cainitismo” en lugar de “cainismo” para definir la actitud vengativa de las directivas del Barça. La nota, concisa y educada —“me siento apurado por tener que decirle...”—, nada tiene que ver con los muchos improperios que recibimos los periodistas deportivos desde que competimos en hooliganismo con los seguidores, enzarzados todos en un estridente debate de sordos, sorprendentemente superado hoy por algunos colegas que se dedican a la política y que siempre nos miraron por encima del hombro. Hay tanto insulto gratuito que cuesta leer las recomendaciones de quien nos recuerda nuestra condición de periodistas y, como tales, la necesidad de escribir bien. A veces lo obvio es difícil de ver.

No me había recuperado del disgusto tan bien señalado por victorjj23 cuando me llegó una nota en que con razón se me reprochaba “el lío que usted tiene con absorber y absorver”. Tuve que admitir de nuevo mi error y agradecer la reflexión antes de caer en el desánimo. Antes, no se me colaban faltas en los textos y si alguna vez incurría en un error, siempre había un ángel de la guarda en la redacción para hacerme quedar bien. Las mejores publicaciones tenían a grandes editores cuando los empresarios todavía no cacareaban sobre la muerte de la prensa escrita. Jamás en la vida olvidaré a Rodolfo, Carlos, Andreu, Anna y Belén, a cuantos cuidaban de que nuestros textos fueran correctos y los hacían inteligibles, sobre todo cuando nos daban ataques de vanidad con el estilo y nos arrancábamos con giros reprobables. Éramos insoportables, pero no cometíamos tantas faltas, quizá porque le teníamos más pánico al editor que respeto al lector.

Hemos dejado de ejercitar la memoria, la lectura y la conversación, entregados a una máquina

Yo aprendí a escribir por el temor que le tenía al señor maestro, de nombre Carlos Pérez Barrio, un gallego al que le debo lo que soy porque me enseñó que podría ganarme mejor la vida con la estilográfica que con la hoz. Aprendí con el lápiz, y tuve unos cuantos por mi querencia por las gomas de borrar, para después pasar al bolígrafo azul, siempre inferior al rojo que resaltaba los gazapos, hasta que no quedaba tara y se hacían méritos para practicar con la pluma. El tintero estaba incorporado al pupitre y escribir sin mancha era el reto más apasionante posible después de saber que no se cometía una sola falta. Todavía guardo algún cuaderno de caligrafía y acabo de recuperar las cartas que envié a mis padres y a mi novia cuando cumplía el servicio militar en el Ferral del Bernesga y después en la Academia de Caballería en Valladolid. La letra es muy clara y redonda, está bien alineada, no hay borrones y no advierto faltas, ni yo ni nadie.

Me puede la nostalgia porque en cada palabra de aquellas cartas me iba la vida. Había que medir muy bien cada expresión antes de ser puesta en papel en un ritual que exigía atención y aplicación. Lo que quedaba escrito iba a misa, no había marcha atrás, acaso no quedaba más remedio que volver a empezar si uno perdía el hilo. Aquella correspondencia era un acto de fe, deseo y emoción contagiosa. No había un gesto de mayor confianza en la mili que el de escribir una carta en nombre de un compañero que no sabía, y los había. Aquella ceremonia sigue en vigor de alguna manera entre quienes aún se manejan con las máquinas de escribir, respetuosas con la manera de ser de cada uno. Quedan muchos articulistas y periodistas que se resisten a trabajar con el ordenador. Yo tengo la suerte de conocer a Gianni Mura, uno de los mejores periodistas de Italia, afamado crítico de fútbol y de ciclismo, así como también de gastronomía, que siempre viaja al Tour con su Olivetti.

A Mura le gusta llamar a La Repubblica y cantar la crónica porque solo cuando se lee en voz alta y no se encasquilla (quequejar, en catalán) se sabe que el texto es fluido y comprensible. No soporta el silencio de los portátiles y asegura que las teclas le hablan siempre, sin necesidad de corriente. “Escribo diferente”, argumenta. “Es una cuestión psicológica”. He consultado con algún compañero que no se adapta al ordenador porque tiene la sensación de que su texto es tan provisional que a veces desaparece, las frases se cortan y se pegan, se alargan o se acortan en función de las necesidades del que lo pide y no del que lo escribe. No quieren saber nada del portátil y despotrican del correo electrónico por que favorece las filtraciones y el espionaje.

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No reniegan de las nuevas tecnologías, estupendas si se hace un buen uso, sino que suscriben cuanto sostiene Nicholas Carr, quien asegura que estamos externalizando parte de nuestras capacidades hasta entregarnos a una complacencia automatizada. Hemos dejado de ejercitar la memoria, la lectura y la conversación, entregados a una máquina que funciona de manera muy diferente al proceso de aprendizaje de nuestra infancia. En mi caso, el ordenador me ha arreglado muchas cosas en la vida de la misma manera que me ha complicado la escritura, cosa que no me ocurría con los editores, tan severos que hacían que no reincidiera en el error. Yo escribía mucho mejor cuando el sistema de seguridad estaba garantizado y no como pasa ahora en que no hay más red que un corrector ortográfico que no siempre se aplica y que además no entiende de discusiones, ni sutilezas o matices, ni mucho menos de giros gramaticales.

No es casual que los diarios estén peor acabados desde que se han suprimido muchos de sus servicios para evitar costes con la excusa de que cada periodista debe ser responsable de su texto. No se repara en que el lenguaje se ha economizado de mala manera con las redes sociales ni tampoco que se dé más importancia a que la noticia se entienda a que esté bien escrita. Yo he perdido seguridad, dudo y tengo miedo al ridículo. Añoro la escuela en la que a partir de la superación aprendí ortografía, caligrafía y redacción, tiempos en que la letra era un signo de autor y personalidad —tenías buena letra o letra de médico— y nadie cuestionaba la prensa escrita.

Me tranquiliza saber que Elpais.cat, aunque digital, cuenta con editores en catalán y que yo además tendré la suerte de ser corregido por Rudolf Ortega, el mismo que tan bien cuida del Quadern. Ahora mismo necesito de su ayuda y del temor reverencial que me inspira, imprescindible para relacionarme con el lector. Quizá así podré recuperar la fe en la escritura y no dar la culpa de mis errores al ordenador. Cada página publicada es hoy una victoria y cada falta una derrota.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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