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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Uno de tantos

“Sin la eucaristía no vamos a ninguna parte”, dice el nuevo arzobispo de Valencia. Ya empezamos con la hostia consagrada

Cuando monaguillo (uno ha hecho tantas cosas estrafalarias en su vida, en este caso concreto por ver de merendar algo todas las tardes) ensayábamos a menudo en el coro una cancioncilla, siempre en vísperas de mayo, cuya letra comenzaba así: “Venid y vamos todos con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es”. No abrigaba la menor duda sobre quién era mi madre, faltaría más, y en cuanto a la identidad de la tal María, aunque de un modo algo neblinoso, me hacía una idea más o menos confusa de su papel en el asunto. El misterio consistía en saber quién demonios era esa Porfía a la que también se nos invitaba a obsequiar con flores porque era nuestra madre. Nada pregunté, no tanto por ser de natural pobre y reservado como por la decisión de no hacerme notar, no fuera a ser que una cierta indiscreción me privara del vaso de leche y galletas que seguía a los ensayos. Sí me privó de ese consuelo un acontecimiento casual. Una tarde florida de mayo caminaba hacia la parroquia cuando un chaparrón imprevisto me llevó a refugiarme en el alerón de la casa abadía, y a través de una ventana entornada pude ver al cura párroco y a la abadesa afanados en tareas que me parecieron muy poco eclesiásticas, y como no acababa de dar crédito a mis ojos se me ocurrió dar unos toques con los nudillos en la puerta (no recuerdo ya si con la ilusión de participar en la fiesta o de asegurarme de que semejante celebración tenía lugar), cuando pasados unos minutos pude ver por la rendija entreabierta al padre alisándose la sotana y a ¿Porfía? con el rostro rojo como un tomate y recomponiéndose el cabello a manotazos con una horquilla entre los labios. Y ahí terminaron mis tareas de monaguillo y, lo que es peor, mis meriendas gratuitas, por no mencionar los ensayos del coro.

Viene a cuento esta monserga memoriosa al hilo de la toma de posesión del cardenal Cañizares como Arzobispo de Valencia y de su fantástica homilía. Una pieza maestra, según la cual, en afirmación un tanto diabólica, no viene a “tomar posesión de la diócesis, sino que ella tomará posesión de mi”, ya que él es “uno de tantos” entre muchos, para añadir que “sin la eucaristía no vamos a ninguna parte”. Ya empezamos con la hostia consagrada. De ahí que su único deseo consista en “ser como Jesucristo”, ni más ni menos, propósito en el que no será faena lo que le falte, al tiempo que se dispone a “apostar por el hombre, siempre he apostado por el hombre y no puede ser de otra manera”. Se supone que con ese genérico incluye a la mujer, ya que nadie esperaba que apostara por las ranas. Sobre todo, “en estos tiempos de increencia” (pero, ¿en qué, en qué clase de asuntos?) y de una “cultura de la muerte”, con lo que se supone que su eminencia crucifica otra vez la cuestión de la interrupción voluntaria del embarazo, ya que parece necesario marcar de entrada el duro derrotero a seguir en lugar de andarse con medias tintas. Si así viene a ser la posesión de su mandato divino, a saber cómo deja su diócesis cuando concluya. En cuanto a Dios, paciencia. Él sabe que los hombres yerran. Y no ignora que por lo común yerran mal, si la memoria no me falla.

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