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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Frenar a tiempo

Que el desenlace deje insatisfechos a todos no es mala cosa. Lo malo sería que una de las fracciones ganara la partida

Sea cual sea la decisión que finalmente determine el desenlace de la consulta prevista para el 9 de noviembre será insatisfactoria para todos. No parece que vaya a haber una decisión rupturista, de echarse al monte o tirar pel dret, sino un término medio por el que algo se votará, en forma de consulta al estilo de Arenys de Munt, o en forma de elecciones. Pase lo que pase, ni los soberanistas verán cumplidas sus expectativas, ni los unionistas se sentirán felices tras el desgaste de energía invertida en un proyecto que siempre fue improbable. Tampoco Mariano Rajoy podrá frotarse las manos porque no habrá conseguido detener nada. Solo alargar el proceso.

Que el desenlace deje insatisfechos a todos, sin embargo, no es mala cosa. Lo malo sería que una de las fracciones ganara la partida. Nos guste o no, la labor del político debería consistir en buscar la unidad cuando los ciudadanos se dividen en intereses contrapuestos que amenazan la cohesión social. A los políticos —dice Michael Ignatieff— les toca “llevar a la gente que quiere cosas distintas a la misma habitación para descifrar lo que compartimos y queremos hacer juntos”.

No se ha podido, o no se ha sabido, entablar un diálogo entre Cataluña y España. Pero también se ha dividido en dos el pueblo catalán y se ha evitado internamente el debate constructivo. Para unir propósitos divergentes hay que trazar una vía media que, en nuestro caso, no es ni la de los independentistas que piden la consulta ahora mismo, ni la de los unionistas que querrían ver abortado definitivamente el proceso. Si no hay consulta, habrá elecciones y las presiones soberanistas no desfallecerán, incluso es posible que aumenten. Pero habrá que buscar otra unidad, una unidad más amplia que la formada por los partidarios del derecho a decidir.

No debiera ser un desdoro para quien se ha puesto a la cabeza de esta aventura echar mano del freno y ralentizar el proceso. Viene a cuento recordar aquí lo que escribió alguien tan poco sospechoso de conservadurismo como Walter Benjamin, a propósito de las revoluciones sociales: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren”. Si es así, dar el manotazo oportuno no es un acto de cobardía, sino de coraje. Será percibido de inmediato como un fracaso, como el reconocimiento de una equivocación, pero ¿quién puede creer en serio que reconocer un error no es más inteligente que aferrarse a él por salvar la cara? ¿Dónde está el tan mencionado bien común, en seguir avanzando aun a sabiendas de que nos estrellamos o en detenerse y buscar un camino distinto del previsto porque aquel estaba equivocado?

No debiera ser un desdoro para quien se ha puesto a la cabeza de esta aventura echar mano del freno y ralentizar el proceso

El referéndum de Escocia, exhaustivamente analizado estos días, deja dos lecciones interesantes. La primera, que una derrota no es el fin de la historia. El proceso sigue con otro rumbo y, en el caso escocés, habrá conseguido dar un paso más (no sabemos si de gigante o de pulga) hacia una devolución de la soberanía más apreciable que la que tienen ahora.

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Trasladándolo a nuestros pagos, aprovechar los dos años que llevamos de euforia independentista para acabar consiguiendo un pacto fiscal, o una reforma de la Constitución que replantee el Estado de las autonomías, no sería poca ganancia. Cuando hay negociación seria, en cualquier terreno, ninguna de las partes entra y sale de ella con el mismo paquete de propuestas bajo el brazo. Lo importante es que no haya ni perdedores ni ganadores absolutos, que las expectativas de unos y otros se vean correspondidas solo a medias. Lo contrario, no es negociar sino imponer a toda costa lo que uno quiere.

La segunda lección que deja Escocia recoge una idea expresada al día siguiente del referendum por el politólogo escocés Michael Keating: “Gobernar un país con una Constitución que solo apoya el 50% es imposible”. Lo más dramático de un referéndum que plantee la secesión es que el sí gane por una mayoría escueta. No puede ser bueno, ni seguramente democrático, que la mitad de los electores decidan construir un país extraño para la otra mitad. Aunque en tiempos de globalización es del todo improbable que un país se transforme radicalmente por el hecho de tener algo más de soberanía, ese cambio es lo que la gente percibe y espera de la ruptura. Por eso en Canadá optaron por una ley que, además de proponer una pregunta que no confundiera a los votantes, exigía que la mayoría que determinara el resultado de la votación fuera cualificada.

Pero aquí ningún gobierno, ni el catalán ni el español, está por aprender nada de nadie. Artur Mas acaba de apelar a la astucia, una virtud que, según Maquiavelo, consiste en no guardar fidelidad a la palabra dada. Pero fidelidad con quién o con qué: la legalidad, las masas, el inexistente derecho a decidir? En el lío en que estamos, nada puede orientarnos.

Victoria Camps es profesora emérita de la UAB

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