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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Españas, Europas, referéndums

La crisis política e institucional es también territorial y obliga a revisar a fondo el vigente gobierno multinivel

Una de las preguntas que va emergiendo periódicamente en estos años de turbulencias políticas es si las ansias de buena parte de los catalanes para separarse políticamente de España o repensar de forma radical los lazos institucionales, se dirigen a la España actual o a cualquier España. Lo decía hace poco Isaac Rosa y lo recogía Amador Fernández Savater en una interesante conversación que mantuvo con Guillem Martínez y que se publicó en la revista El Estado Mental. Pero lo cierto es que tampoco tenemos muchas pistas de donde está esa “Otra España”. Más bien lo que vemos es una gran unidad, con matices, en torno a la defensa de lo que ahora existe.

Me resulta inaudito que no se incorpore al gran descubrimiento de la necesidad de regeneración democrática con que nos ha sorprendido el PP, o al proyecto de renovación profunda que postula el PSOE, la aceptación de que la crisis política e institucional es también territorial y obliga a revisar a fondo el vigente gobierno multinivel. Con las honrosas excepciones de Izquierda Unida y de Podemos, que han entendido que hemos de volver a repensar como queremos vivir juntos y que para ello es importante que podamos decidir libremente, en el resto de fuerzas políticas e incluso de actores sociales lo que ha predominado es el “no me vengas con eso, con todo lo que tenemos que resolver”. Y justamente en Cataluña no separamos una cosa de la otra. El problema que tenemos con la falta de comprensión y de reconocimiento de las élites políticas del Estado no es porque sean españolas, sino porque mantienen principios y valores que ignoran que la justicia del reconocimiento es tan importante como la justicia de la distribución. Lo hemos visto estos días tanto con Margallo como con el recién llegado en el PSOE, César Luena.

Podríamos extender la pregunta del inicio a la propia Europa. ¿Estaríamos dónde estamos si tuviéramos otra Europa? Probablemente no. Una Europa más fuerte, con capacidades reales en política económica, en política fiscal situaría las tensiones intraestatales en otro escenario. Una Europa con una concepción de la igualdad que no se limitara a evitar la no discriminación en el acceso y el funcionamiento del mercado, y que entrara en los dilemas redistributivos y de lucha contra la exclusión de manera directa, probablemente generaría conflictos, pero no los que ahora tratamos de dilucidar con poderes que cada vez deciden menos. En realidad hablar de cómo sería el proceso actual de recomposición institucional y territorial si tuviéramos otra España u otra Europa resulta inútil. Al menos, hasta que no tengamos señales de que hay cierta verosimilitud en las perspectivas o promesas que puedan hacerse. Hasta ahora, las certezas más bien las tenemos en sentido contrario. Dicho lo cual, sigue siendo cierto que deberíamos hacer el máximo esfuerzo para que la voluntad de cambiar las cosas, desde la capacidad de intervención directa de la gente y en todos los ámbitos (también el territorial), sea compartido cada vez por más gente, en (esta) España y en (esta) Europa.

A estas alturas ya se ha dicho casi todo del referéndum de Escocia. Pero es evidente que las lecciones son múltiples. Y permite debatir sobre los pros y contras de ese instrumento de democracia directa. Así, no podía ser más oportuna la publicación del libro que editan Joan Font y Braulio Gómez, ¿Cómo votamos en los referéndums? (Catarata), ya que en él recogen buena parte de las prevenciones y cautelas que ha suscitado tal mecanismo de consulta y de decisión.

El referéndum es bien percibido por la mayoría de la población. ¿Hay algo más democrático qué preguntar directamente a la gente sobre que decisión tomar ante un dilema determinado? Pero de inmediato surgen dudas sobre si su uso constante residualiza su significado, sobre si simplifica en demasía la complejidad inherente a muchos temas, sobre si impone decisiones por una mayoría, a veces por márgenes muy pequeños, sin permitir que se encuentren espacios intermedios de mayor consenso. Desde 1945 se han celebrado casi 900 referéndums en Europa (más de la mitad en Suiza). No se trata por tanto de algo excepcional. Las dudas más relevantes son sobre la calidad de la información disponible antes de votar, la posibilidad de deliberar y el grado de conocimiento sobre qué es lo que realmente se está votando y sobre los efectos que se derivará de ello. Pienso que muchas de esas reticencias forman parte de una época que vamos dejando atrás. Hemos de ir avanzando, también en política, en la consolidación de una sociedad más abierta, colaborativa y de conocimiento compartido. Y eso nos exige renovar nuestro utillaje de representación y de decisión. En ese sentido Escocia ha mostrado oportunidades y límites. Y de ahí podemos aprender, en (esta) Cataluña, en (esta) España y en (esta) Europa.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política e investigador del IGOP de la UAB

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