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Crónica
Texto informativo con interpretación

Las claves de la maleta de Portbou

“Me pregunto por qué la construcción de Europa ha significado la anulación de un pueblo”

El mar, desde el monumento a Walter Benjamín.
El mar, desde el monumento a Walter Benjamín.PERE DURAN

La maleta de mis padres llegó a Portbou (¿Cataluña, España, Europa?) ligera de equipaje pero cargada de ilusiones. Portbou era en los primeros años cincuenta no solo un enclave fronterizo estratégico, sino también una tierra de promisión encajonada entre unas montañas castigadas desde tiempos inmemoriales por la filoxera y la tramontana y mecida por un mar que ofrecía riquezas infinitas. El pueblo era un paisaje mítico, donde la escasez severa se vivía con la alegre resignación del aroma de café y el olor a queso que llegaba de la cercana prosperidad francesa. En Portbou convivían un convento benedictino bombardeado y en ruinas, una iglesia neogótica, una estación con una gigantesca bóveda de cristal y acero, pasadizos y búnqueres, dos cines y un casino, un cuartel de la guardia civil, unas escuelas nacionales, la quinta rural (las Cuadras) de la familia Santos Torroella y un cementerio en el que los niños podían jugar macabramente a ser enterrados en la fosa común o en el camposanto anexo donde reposaban masones, judíos y otros seres no bienquistos de la doctrina sacra imperante. Iba a ser el feudo de un sacerdote devoto del Opus Dei, un médico acostumbrado a tener mando en plaza y un carismático maestro de escuela con olor a orines de gato, todos ellos con la cobertura de tricornios charolados por doquier. No existían ni remotamente la idea de “todo por la patria” ni la ilusión de Europa, tan cerca y tan lejos.

Ese mismo universo de opulencia y sacrificio se mantuvo sin cambios en las dos décadas por venir. Recuerdo que debía ser el año 1976: la casa del doctor que había firmado acta de defunción de Walter Benjamin; a mi hermano disfrazado de valenciano típico con la nieta de los propietarios del Hotel Internacional, donde habían encontrado muerto al filósofo alemán; las calles con alfombras de flores para celebrar el solemne Corpus, con las autoridades religiosas y militares bajo palio; la clase del señor Smith, que impartía su justiciera educación a niños y niñas de diez años, o la del señor Planas, cuya afilada uña hacía el prodigio de convertir a las criaturas en prodigios mnemotécnicos. Por todo el pueblo la imaginería nos remitía al águila imperial y el yugo y las flechas: en los patios seguían ondeando las astas con la rojigualda; en las aulas los retratos de Francisco Franco Bahamonde (en riguroso sepia) y José Antonio (virado en azul), los crucifijos con santo Cristo, el enorme mapa de España de yeso en sobrerrelieve (pirenaica, carpetana, oretana, bética y penibética). Se separaba y se segregaba por el nivel de notas y de presuntas capacidades (desde el número 1 de la fila 1 hasta el número 40 de la fila 5), imperaba el castigo físico con dolor y se prescribían el cabeza abajo y las orejas de burro. La educación era clasista, machista, limitada, castrante, excluyente, católica y apostólica (“¡Victoria! Tú reinarás!”) y, por supuesto, española y españolizante.

En ese año en el que todo era siniestramente gris, la lengua de comunicación imperante e imperativa era el castellano de Despeñaperros. Con todo, antes de la cena, un grupo de ancianos y algunos jóvenes con pantalón acampanado estudiaba catalán con un sacerdote venido de otro pueblo de la comarca y vestido de gris, pero de porte moderno y elegante, sin la halitosis del nuestro; estudiaban catalán clandestino con la gramática de Josep Miracle, un libro plúmbeo de tapas decorosamente grises, y no escondían su asombro ante el hecho de que el mejor alumno fuese un niño, que estaba ahí por una serie de tontos rebotes. En horas de recreo, que eran casi todas, se aprendía francés con chicos y chicas del otro lado de la frontera, una relación que acababa siempre a golpes: de forma amistosa en los Entre Villes (remedo local de los tan exitosos Jeux sans Frontières) o de mala manera, en alguna fiesta mayor muy pasada de alcohol, al grito guerrero de “que vienen los gabachos…”, de los que envidiábamos sobre todo sus profesionalizados y aguerridos cuerpos de policía y de bomberos. Era un delirante microcosmos rebosante de rancia iconografía hispánica, incipiente simbología catalana y posos europeos, donde el castellano, el catalán y el francés se aprehendían por ósmosis y capilaridad, sin apriorismos ni pretensiones de "excelencia" y, por supuesto, sin los hoy tan cacareados "recursos".

Así pasaron los años y los desengaños, hasta que, a principios de los ochenta, las maletas hacían ya el viaje de vuelta, del pueblo a la ciudad o al paraíso de los psicotrópicos, de donde se volvía a Portbou como Vittorio Gassman regresa a casa en La familia, con un punto de tristeza y desazón, recordando a los seres queridos que se quedaron en el camino. Así desaparecieron, con un golpe de tramontana feroz, con el estallido de un torpedo en medio de la bahía, los iconos de nuestra infancia. Los despojos del viejo convento fueron engullidos por la ampliación de la estación; los búnqueres de playa fueron arrancados de cuajo; la señorial fachada modernista frente al mar, con sus cines y sus casinos, fue transformada en bloques de pisos de veraneo; los azulejos de las casas consistoriales se fueron cayendo a trozos; el cuartel de la guardia civil fue abandonado y sellado a cal y canto; los pasadizos secretos subterráneos fueron taponados. Desde los años noventa, con la invención de la idea de Europa y su implantación mediante normativas y tratados, se han ido perdiendo las aduanas, las fronteras, los pasaportes y el ancho de los raíles. Portbou ha entrado así en un bucle depresivo, del que, me temo, le costará salir. Solo queda ahora el espacio que algún día fue: las montañas, el mar, el viento y el fuego siguen siendo las mismas fuerzas telúricas, pero la escenografía que los rodea ha cambiado por completo. Para los que una vez fuimos niños en ese punto y ese momento, tan humilde como estimulante para viajar y aprender sin salir de ese rincón de España que era una gran bazar del turista, solo nos queda hoy lamentar la vulgaridad de un territorio, como tantos otros, incapaz de reinventarse en lo económico (tabaco, alcohol y carburante como tabla de salvación), en lo educativo (escuela catalana, integradora y laica) y en lo cultural. En este punto, solo podemos aferrarnos ya al posmoderno túmulo inventado de Walter Benjamin, al que grupos de intelectuales se acercan a rendir pleitesía, convertido solemnemente (a través de placas conmemorativas, seminarios, conferencias, exposiciones, monumentos, rodajes o paseos) en santo y patrón de un prepotente papanatismo cultural paneuropeo.

Mientras tanto, me pregunto por qué la construcción de Europa ha significado la anulación de un pueblo; por qué con Franco éramos malos estudiantes y con la escuela catalana, laica y progresista lo seguimos siendo; por qué el catalán y el castellano se hablan y se escriben igual de mal que contra Franco; y por qué tenemos que creer en los héroes de cartón piedra impuestos por otros en menoscabo de nuestros propios mitos infantiles, cuando la luz de los pueblos detenía el tiempo. ¿Qué pueden aportar, entonces, la vieja y la nueva Europa o, ya puestos, la Cataluña independiente a una plaza ex fronteriza, cruel ejemplo de lo mejor y lo peor de lo que esos pretendidos y remotos paraísos (la ancha vía europea o la estrecha vía catalana) representan? Tengo para mí que la verdadera maleta de Portbou no es la de los pasajes de Walter Benjamin, ni la de viejos políticos de guante blanco que persiguen con más pena que gloria una silla oficial hasta después de su jubilación forzosa ni la de pensadores habituales que especulan con el pistón bajo, sino la de tantas buenas y malas personas, tantos familiares y amigos, que han tenido que hacerla muy a su pesar.

Manel Martos es doctor en Humanidades y editor de RBA.

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