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Relato pop en lucha con el pergamino

Graham Parker se acompañó de Brinsley Schwartz a la guitarra para un concierto acústico

Una imagen de archivo del británico Graham Parker.
Una imagen de archivo del británico Graham Parker.

Graham Parker forma parte del nutrido capítulo de ingratas injusticias de la historia del pop. Su repercusión popular no ha promediado nunca al nivel de coetáneos más célebres, lo que no supone obstáculo alguno para que el tipo aún defienda con cierta vehemencia, a sus 64 años, un repertorio que se justifica por sí mismo, que siempre mereció mejor suerte y que podría sacar los colores a un incontable listado de medianías que nos metemos entre pecho y espalda en cualquier sala o festival de nuestro país, casi siempre en loor de multitudes que nada tienen que ver son al aroma a club que irradian los bolos del británico.

En ese renacido entusiasmo por volver a desgranar su imponente legado seguramente tenga mucho que ver la renacida entente con el núcleo duro de The Rumour, la formación con la que compuso sus mejores trabajos en la segunda mitad de los 70 (firmó con ellos su último álbum hace dos años), y con cuyo guitarrista Brinsley Schwarz ha despachado durante esta semana varios conciertos en nuestro país en un formato (desgraciadamente, y ya es triste costumbre) reducido respecto a lo que ofertaron hasta hace solo un par de meses por los escenarios de media Europa: el de dúo acústico al rescate de un cancionero inmaculado.

Así que en activo conflicto porque los episodios de su brillante historia no se vieran reducidos a una versión en pergamino, inevitablemente aquejada por la carencia de medios, la pareja saldó el trámite con el oficio y la garra suficientes como para que su fiel parroquia prácticamente no echase de menos mayor empaque instrumental y aceptase de buen grado las migajas de un show que sí se despliega en toda su dimensión en otras latitudes. La red de seguridad la enhebran la versátil guitarra de Schwarz y la entregada (y aún a ratos, hirviente) interpretación vocal de Parker, sosteniendo un temario que hace tiempo se ganó la inmortalidad merced a esa lograda alquimia con precinto pub rock en la que el pop, el rock, el rythm’n’blues y el soul se funden sin que ninguno de sus componentes prevalezca hasta el punto de exigir el desdoro del ejercicio de estilo.

Llegados a este punto, ni hay capítulo del que Parker reniegue ni servidumbre a la que se crea en la obligación de corresponder: igual le da por escatimarnos Local Girls que regalarnos un par de pasajes de su trayecto por los 80, esa década de la que, como tantos otros correligionarios, abjura ("la mejor década de la música, con bandas como A Flock Of Seagulls y Duran Duran, ¿no?", comentó con sorna), y de la que retomó la aridez a lo JJ Cale de Under The Mask Of Hapinnes o la amargura sentimental de You Can’t Take Love For Granted. Las palmas del público llegaron cuando retrocedió hasta el álbum Howlin’ Wind (76), con Wild Honey, Silly Thing y esa Don’t Ask Me Questions con la que cerró una noche en la que también tuvo tiempo para que alguien le recordase su anterior presencia por la zona (Gandía, en el 86), recuperar algo del imbatible Squeezing Out Sparks (Love Gets You Twisted y Passion Is No Ordinary Word), retomar su producción más reciente (The Moon was Low o Stop Cryin About The Rain) y aportar la novedad de rigor (Flying In To London). Un florido esfuerzo por no momificar su herencia, en síntesis.

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