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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tenía que pasar

La revuelta de la Barceloneta es una revolución. La ciudad para los vecinos. Y los inversores, que dominen su ambición

Hace muchos años, Montserrat Roig definió: “este hombre que hace que el Barça pierda cada semana y que ha dejado al Eixample sin esquinas modernistas…". Se refería a Josep Lluís Nuñez, a la sazón presidente del club. El constructor había dado con un modelo de piso de clase media que se adaptaba como un guante a las formas del chaflán; después fue evolucionando hacia viviendas más poderosas y hoteles de lujo. Al margen de sus altercados con la hacienda pública, Núñez representa una manera de hacer muy sutil, que le ha dado rendimientos notables. Ahora mismo ha puesto el guante sobre una parcela que, en puridad, corresponde al Parc de l'Oreneta, una antigua finca de caza que actúa como nexo entre la ciudad y Collserola. Es un espacio muy naturalizado, agreste, vertical, pero que se entrega a la zona urbana con una antesala muy apta para la construcción, justo a pie de Ronda. Como que la parcela queda segregada por esta vía, parece que no sea parte del parque. Los vecinos están con la pancarta en la mano.

No sé cómo acabará este caso, pero les explico de dónde viene. En el Guinardó hay dos masias históricas, señoriales, preciosas, que eran del señor Núñez. Este hombre compra patrimonio y lo guarda. Es capaz de esperar años, con paciencia proverbial. Llegado el momento, advierte de sus intenciones y negocia con el Ayuntamiento que, tomado por sorpresa, corre a salvar aquellos edificios que enternecen al barrio y que son perfectos para albergar equipamientos de calidad. Torre Garcini y Can Ripoll son las propiedades indultadas a cambio de los treinta pisos de lujo en el pie de l'Oreneta. Pero es que la ciudad está llena de estos rastros. Núñez construyó en los aledaños de la Tamarita, está ahora mismo destrozando la Rotonda con la excusa de mantener en pie la fachada protegida y se explayó como quiso en Torre Vilana —una auténtica urbanización empordanesa en Barcelona—, sentada en la falda de Collserola, que se abrió paso a dentelladas para poner 300 pisos, esa era la amenaza, que al final fueron la mitad. La mitad parece una victoria municipal, pero es que la mitad que falta son una permuta por una parcela mejor. Para no hablar de la disputada Torre Negra de Sant Cugat.

Estamos ante una serie de jugadas maquiavélicas, ante una bolsa de cromos tan rica que permite siempre poner un triunfo sobre la mesa. No es por desidia municipal. Es por codicia. Es por el olfato infalible para los negocios de una familia sin sensibilidad patrimonial o social, que no teme enfrentarse a los vecinos y que sabe poner al Ayuntamiento contra las cuerdas, porque todo el patrimonio acumulado tiene sus derechos. No hay nada ilegal. Es simplemente una forma de hacer ciudad, una forma casi emblemática de crecer. Es riqueza. Y digo esto ante las imágenes de la Barceloneta en pie de guerra, porque entre la gran especulación de los magnates y la especulación de baja intensidad de los inversores en apartamentos turísticos hay solo una diferencia de volumen. Barcelona tiene un alma especulativa, ahora diríamos “extractiva”: una gente que multiplica el dinero a cambio de desposeer a los vecinos no de sus propiedades sino de su derecho a la ciudad sensible.

Barcelona debe ser la única ciudad del mundo donde los vecinos se manifiestan contra el turismo. Que se pongan pancartas contra las apetencias de un constructor se da en todas partes, pero que la gente salga a la calle contra la depredación cotidiana, delicada casi, del turismo es una novedad. Hace de Barcelona una gran ciudad. La misma sensibilidad que defiende la espléndida Torre Garcini es la que hoy quiere proteger a la Barceloneta de la marabunta turística. Estamos hablando de una realidad sangrante: uno de cada cuatro pisos de Ciutat Vella es una explotación turística, uno de cada cuatro. Pisos sin vecinos, pisos sin alma, a veces pisos que no pagan ni impuestos. Cómo se ha llegado a estas magnitudes es algo que debería hacer reflexionar a todos los que han tenido responsabilidad en el Ayuntamiento. Es fácil cargar contra un constructor —Núñez es solo un ejemplo paradigmático—que amenaza una torre desprotegida o una zona verde edificable, porque es algo obvio. Pero a la ciudad se la defiende también en su espíritu.

Tanto una cosa como la otra nos dice que Barcelona se hace sin control real de su evolución. Que los Ayuntamientos —los anteriores y este— responden pero no evitan. Tratan de solucionar los problemas que se han creado por dejar hacer al mercado, a esa inversión insensata que busca beneficio particular a costa del deterioro de la vida de todos. La revuelta de la Barceloneta es, en definitiva, una revolución. La ciudad para los vecinos. Y los inversores desaprensivos, que aprendan a dominar sus ambiciones. Estas próximas elecciones municipales tendrán que contarnos muchas cosas sobre el modelo de ciudad que vamos a construir. ¿Verdad, señor Núñez, y la compañía?

Patricia Gabancho es escritora.

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