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LA CRÓNICA DE BALEARES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Arroces góticos

Las paellas, una ofrenda complicada en prueba permanente, son una tentativa, un reintento en la cocina que en la mesa deviene un desafío de exploración

Un arroz fallido supone una ofensa al paladar, un volcán de acidez y una digestión de rumiante.
Un arroz fallido supone una ofensa al paladar, un volcán de acidez y una digestión de rumiante.Tolo Ramon

Una paella es un oficio de celebración, un acontecimiento. Esa comida principal no fue menú de rutina. Es una ofrenda complicada, una prueba permanente. Siempre representa una tentativa, un reintento en la cocina que en la mesa se convierte en un desafío de exploración.

Es un reto, todo o nada, sin remedio. El proceso de elaboración es un camino estrecho entre el hallazgo de los sabores efímeros y el miedo a otro fracaso, irremediable. La devoción está en la búsqueda de un bocado excelente que exige cautelas.

La estadística está regida por una quiniela donde dominan los empates y las derrotas. Un arroz fallido, malo, supone una ofensa al paladar, un volcán de acidez y la digestión de rumiante. El fiasco es un error inexcusable.

El cineasta José Luis Berlanga, en S'Horta vella, obró tres paellas simultáneas

Los maestros acreditados, clásicos, aciertan en casi todo, por honestos en el negocio y certeros en la operación de síntesis, cocción y alianza de sabores. Otros, muchos, usan grasas en exceso y potenciadores, y sobrecargan la masa con añadidos, disfrazan el producto final.

No erran quienes en los fogones domésticos optan por la tradición, son conservadores y siguen el relato de la experiencia familiar. Pero una decoración de desfile fallero con bichos desfigura la materia, el arroz. La paella muere en la sobreactuación barroca y al fiarlo todo a los añadidos y secretos.

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Los amantes del arroz - y sus elaboradores -, tienes obsesiones de alquimistas/arquitectos al intentar la sublimación de las materias para sellar una construcción perfecta: punto de cocción, evaporación del caldo, grano suelto, dorado de fachada y leve 'aferrat/socorraet'.

Un pésimo arroz paella (o el arroz seco) se convierte en un castigo, la exploración del plato, un debate de tenedor y cuchillo con visita a la granja, a la huerta, al jardín de las especies y al acuario. El ejercicio de petulancia del cocinero obliga a una excavación arqueológica y concluye con sesión de taxidermia de tajadas, de las bestias y sus cáscaras.

El arroz es el protagonista y no la excusa para cualquier paella o arroz con apellido, con caravana. La selección de cadáveres exquisitos tendidos sobre los granos dorados no ha de suplantar la autoridad del cereal.

Es una idea, manifiesto austero o pantagruélico, un sabor de la levedad

El atrezo, superficial, es un recurso que suele proceder de la edad de hielo, de los congeladores. El fondo de la paella comercial viene de latas y concentrados de caldo, preparados y pura química. Lo artificial compacta y saborea, los tropezones motivan y entretiene; y el colorante amarillea, es la falsa identidad del azafrán.

Una paella es también una idea, un manifiesto austero o pantagruélico del autor con sus querencias particulares. Uno pretende atrapar un sabor desde la levedad y la conjunción de los granos. La síntesis finalmente puede ser una contradicción de elementos o una reducción minimalista, finalizada sin decorado.

Las casas se alzan desde los cimientos, con argamasa. El ritual de paella exige una sólida base, el sofrito en ciclos de pocas hortalizas necesarias para dar enjundia al plato. Sucesivamente, en el aceite enrojecido, pueden dorarse los elementos sustantivos, si los hay. Finalmente se rehoga -o no- el arroz antes de echar el caldo; aquí hay un cisma, varias escuelas en conflicto.

Tres de los penúltimos arroces canónicos cocinados (a la vez) en Mallorca han sido obra de un cineasta valenciano de raíz, José Luís Berlanga. Orgulloso hijo de su genial padre a veces oficia al fuego y con la palabra, en privado, en las cercanías de su casa, en el cono sur de la isla.

En la cocina grande de un casal rural de siete siglos, S'Horta vella, organizó un off-festival Berlanga de paellas: Ildefonso García-Serena, el cocinero práctico, gestó un monumento efímero: arroz casi a banda, con un generoso fondo de puerros y complemento de rape y gambas cuyas cabezas fueron fritas y exprimidas en el culo caliente del recipiente. En otro fuego, tentó un arroz dominado por las espinacas y otro negro (obviamente de sepia). El pescado, de es Port, Felanitx, el mar de enfrente y el aceite de los olivos del jardín.

Los arroces bien armados aparecieron sobre una mesa en el lagar abovedado. El último señor de allá, Guiem Marcel, devoró su fortuna millonaria y ante un arroz de no res, apenas unas piernas de cefalópodo, derramaba lágrimas. Hay testigos.

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