_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Dos naciones?

Asistimos al nacimiento de un nuevo sistema de partidos y movimientos políticos donde lo viejo sólo subsistirá si se transforma

Recientemente, ante el debate abierto por la abdicación del Rey sobre la posibilidad de instaurar una República, un consejero de la Generalitat afirmó en un tuit: “¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!”. No citó la fuente de esa frase, que no era otra que el patriarca del catalanismo conservador: Francesc Cambó. Quizás no lo hizo porque dos años después de que el insigne prohombre afirmara tal contundente verdad, era nombrado Ministro de Hacienda del Gobierno de Alfonso XIII. Ciertamente, más de una sombra de duda se cierne sobre la posibilidad de que el catalanismo conservador pueda pilotar una ruptura catalana, a pesar de la intensidad de su gestualidad.

Decía Josep Tarradellas, último presidente de la Generalitat republicana y primero de la restaurada en 1977, que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Es de esperar que esta lección quedase clara para sus sucesores, aunque en el caso de Pujol esto cada vez parece más incierto. Todo ello se hará más nítido a partir del 9-N. Pero, en todo caso, hay dos terremotos políticos en Cataluña que ultrapasan la fortuna de Convèrgencia, e incluso la de aquellos que le dan apoyo en el afán de sustituirla como partido dominante del catalanismo. Un relevo que se mueve en una débil frontera que no aparece asegurar ninguna mayoría absoluta.

El primero de estos terremotos lo vivimos el 11-S de 2012. No tan sólo por la dinámica política que inauguraba, sino por lo que parece significar: un cambio en la corriente central del catalanismo, el paso de ser una propuesta básicamente de reconstrucción de España hacia el independentismo. La fuerza de este cambio y su permanencia es aún difícil de valorar, el tiempo histórico es en este sentido todavía corto. Pero implica que incluso la tradición federal, que en sus raíces es previa al propio nacimiento del catalanismo, debería volver a beber en el manantial de sus orígenes a mediados del siglo XIX. En el de los Abdó Terrades, los Pi i Margall y los Fernando Garrido, cuando esta propuesta partía de soberanías plenas y múltiples, y no de la mera idea de descentralización de competencias. Sólo así podrá converger con la fuerza de una corriente que marca el sino de una gran parte de la sociedad catalana. Aunque ese reto no atañe sólo a los sectores y tradiciones políticas que no tienen su origen en el independentismo.

Parte de ese nuevo torrente político dio por supuestas muchas cosas que se han mostrado erróneas. Entre otras, se suponía que parte de las clases populares del área metropolitana, entre las que se intuía poca inclinación hacia las tesis independentistas, habían quedado políticamente neutralizadas. La crisis del partido que tradicionalmente había recabado más votos de ellas, el PSC, las habría dejado huérfanas. Lo sintetizaba Jordi Graupera, una de las mentes de referencia del nuevo independentismo, “El expolio económico, la crisis y la inmigración reciente los ha dejado como los white trash de Stowe: compiten, sin recursos, con los nuevos esclavos sin papeles. Y como nunca ha hecho falta que votaran para apropiárselos, hoy cuesta mucho hacerlos valer electoralmente, a no ser que apuesten por la vía Albiol o Anglada. Carne de cañón, de nuevo”. Y cierto es que la crisis del socialismo, en su forma ya casi completa de socioliberalismo, ha creado un vacío político. Lo que ya no lo es, es que este sector de la sociedad catalana sea, o haya sido nunca, carne de cañón. No lo fue durante el antifranquismo, donde creó los principales movimientos sociales contra el régimen y con ello transformó Cataluña, y no lo es ahora.

De las placas tectónicas de la crisis están surgiendo nuevos fenómenos políticos en el marco del otro gran terremoto. Tal es el caso de Podemos, al que algunas encuestas ya sitúan como segunda o tercera fuerza de Cataluña, y lo que está por venir. John Dos Passos escribió en 1936, en su trilogía sobre los EE UU y ante la escisión social producida por la Gran Depresión: “Sin duda somos dos naciones“. Se refería a una escisión basada en la injusticia social que en su extremo hacía imposible hablar de una misma nación norteamericana. Ciertamente en nuestro caso la escisión en las afinidades identitarias no es una escisión de clase, pero los diversos proyectos en juego en los diferentes proyectos nacionales sí que se relacionan con esa divergencia, para superarla o para agrandarla según los casos y los intereses implicados en cada uno de ellos. Existen en este sentido también aquí las dos naciones que indicaba Dos Passos.

Es una lección que cabe no olvidar para cada uno de los actores. Asistimos en el magma de una crisis social, cultural, política y nacional, al nacimiento de un nuevo sistema de partidos y movimientos políticos, donde lo viejo sólo podrá subsistir si se transforma. Un sistema donde la clave, más allá de las frases grandilocuentes de camino hacia un ministerio monárquico o en la defensa de un proyecto de gestión neoliberal fracasado, se encuentra en la relación que establezcan las principales fuerzas tectónicas del país en el reconocimiento de las soberanías plenas y múltiples, en la certeza de que hay una profunda escisión que debe ser superada.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_