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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De manchas y vergüenzas

La unidad de acción diezma la calidad democrática y margina e infantiliza la sociedad que dice servir

De pequeño llegué a creer que Josep Lluís Núñez y Jordi Pujol eran la misma persona. Omnipotentes y omnipresentes en diferentes parcelas de la vida catalana, mi imaginación los había unificado, logrando así inconscientemente el ideal político-social más anhelado en cuarenta años de historia. Dicha síntesis personificaba y glorificaba el tópico consenso catalán: Cataluña, Barça y Generalitat.

Sin embargo, la unidad no era tal y, como toda reducción, resultaba incompleta. En el campo deportivo, y a pesar de la obcecación de los medios catalanes, persistían y persisten aficionados a otros clubs, mientras que la “gent blaugrana”, a menudo, recuerda más bien a una familia desestructurada. En el ámbito político, la supuesta hegemonía del partido nacional catalán representado por Pujol sólo era posible en una Catalunya institucionalmente dual —CiU vs PSC, Generalitat vs Área Metropolitana, TNC vs Lliure...— y, al mismo tiempo, socialmente obsesionada en construirse como “un sol poble”.

La preocupación por suturar una sociedad fragmentada por la guerra y la inmigración venía ya del período franquista. Esta obsesión por la unidad incluso fue adoptada por el sistema político catalán contemporáneo, en buena medida configurado durante aquellos años. Con el catalanismo como mínimo común denominador —desde el marxismo hasta el catolicismo conservador—, surgieron en los sesenta las pioneras plataformas de unidad. De alguna manera, el manual de instrucciones Mentrestant, escrito por Maurici Serrahima en 1944 y hoy felizmente recuperado, se convertía en profecía cumplida. No obstante, el viejo democratacristiano ya advertía que la unanimidad no era más que “una utopía irrealizable, y probablemente perniciosa”. La unidad de acción y la preocupación por la cohesión social se hallaban justificadas en la lucha contra la dictadura, pero no más allá. Su mantenimiento en el tiempo diezma la calidad democrática y margina e infantiliza la sociedad que dice servir.

Hoy sabemos que la anécdota del 3% de Maragall deberá ser reinterpretada y, sin conocer aún en qué medida, también el catalanismo contemporáneo, cuyo relato fue jibarizado por acción del pujolismo y omisión de las izquierdas

Así lo evidencia Luisa Elena Delgado en su reciente La nación singular, centrado en desmontar las fantasías de la normalidad democrática española contemporánea. Esta profesora de la Universidad de Illinois denuncia el carácter “muy poco democrático” del consenso, “puesto que no se basa en la discusión de ideas, sino en un cálculo de oportunidades con vistas a una ganancia, para el cual la transparencia del proceso en sí es irrelevante”. Mientras se ha glorificado el consenso, el disenso ha sido condenado como indeseable y antidemocrático, olvidando que la política consiste precisamente en la gestión del antagonismo.

Como en el resto de España, también la política catalana se ha caracterizado por una apelación “a la unidad como bien esencial en sí mismo”. ¿Cómo explicar sino que tras 23 años ninguno de los dos gobiernos tripartitos llegase a hacer públicas las auditorías sobre las cuentas y las actuaciones de la Generalitat? No la versión genérica y edulcorada finalmente difundida, sino la que hubiera permitido que la frase “ustedes tienen un problema y este problema se llama 3%” no hubiera sido ridiculizada durante nueve años como una maragallada. Hoy sabemos que aquella anécdota deberá ser reinterpretada y, sin conocer aún en qué medida, también el catalanismo contemporáneo, cuyo relato fue jibarizado por acción del pujolismo y omisión de las izquierdas.

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No podía ser más certero el editorial del Financial Times: el caso Pujol es “la vergüenza de Cataluña” pues trastoca la historia íntima de diversas generaciones de catalanes. Lo expresa con literaria elegancia Toni Sala en sus apuntes diarios —www.tonisala.net— y me lo comentaba con dramatismo un viejo pujolista: “Ahora entiendo qué sintieron los japoneses cuando su emperador, derrotado, les reconoció que no era dios”. Al mismo tiempo, y como destacaba el mismo diario económico, ésta es también “una mancha sobre España”. Porque, de confirmarse algunas de las informaciones publicadas, o bien el Estado vivió en la inopia durante décadas, o bien prefirió mirar hacia otro lado por motivos inconfesables. Pero, sobre todo, porque si algún político catalán ha destacado en su compromiso hacia la gobernabilidad de España —desde UCD al PP, pasando por el PSOE— y en la apuesta por una integración de Cataluña, éste ha sido Pujol. Su tardía conversión al soberanismo no diluye toda una trayectoria.

Sin embargo, una mancha —siempre más o menos lavable o camuflable entre otras— no podrá nunca compararse con una vergüenza. Porque el bochorno no se limita a una biografía presidencial hoy aseteada de interrogantes sobre las motivaciones últimas de unas decisiones políticas, sino a la actuación global de una sociedad y una clase política. Hoy todos saben, pero ayer hubo quien no supo, quien no quiso saber y quien se benefició de su conocimiento. Hoy nos hallamos atrapados entre quienes, defensores del consenso, lo reducen todo a un tema familiar y quienes, agnósticos del disenso, buscan sacar réditos políticos del escándalo. Para nuestra desgracia, ambos representan las dos caras de una misma moneda.

Jaume Claret, historiador y profesor de la UOC.

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