_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Conseguidores contra profesionales

Empoderando a los profesionales en la gestión se empodera la política de altura

Víctor Lapuente

Sí, Cataluña también tiene un problema de gobernanza. Hay punta del iceberg: los conocidos casos Pallerols, Palau, Mercurio, ITV o los posibles casos Pujol. Pero debajo de la superficie sospechamos que hay más: una forma de ejercer la cosa pública sesgada hacia quienes tienen los contactos adecuados. Eso es lo que apunta la última oleada del European Quality of Government Index, que analiza las percepciones de calidad de gobierno en 206 regiones de 24 países europeos y cuyos resultados acaban de ser publicados (Charron, Dijkstra y Lapuente, Social Indicators Research). El estudio muestra que Cataluña no sólo no desempeña el papel de región excelente en un país mediocre, como algunas regiones del norte de Italia, sino que, dentro de una España relativamente gris, ocupa una posición intermedia-baja. Mientras algunas autonomías, como Asturias o el País Vasco, obtienen puntuaciones cercanas a la media francesa o a algunas regiones centro-europeas, Cataluña es valorada como Lisboa.

En todo caso, las diferencias entre regiones dentro de la península ibérica son poco significativas. Básicamente todas ellas se sientan —con Chipre, Malta, Estonia y Eslovenia como compañeras de viaje— en el vagón de transición entre una locomotora donde se encuentran las regiones del norte de Europa y un furgón de cola ocupado por la Europa del Este más Grecia e Italia.

Los resultados mediocres de nuestras regiones en general —y de Cataluña en particular— no se deben a que la corrupción sea un fenómeno extendido en nuestra tierra. Los españoles no compramos favores en el día a día de nuestra relación con el sector público. El problema español, y claramente catalán, es la percepción generalizada de que las cúspides de los gobiernos están sesgadas. Que no tratan por igual a todos aquellos que se pueden beneficiar de las decisiones a esos niveles, desde concesiones de licencias y adjudicaciones de contratos públicos a cualquier tipo de regulación. La gente entiende que existen individuos o grupos sistemáticamente agraciados gracias a sus contactos políticos. Como nos han mostrado muchos casos de corrupción, en España ha existido un nutrido grupo de emprendedores en la captura de rentas: gente que ha explotado su posición pivotal entre el partido gobernante y el sector privado para acumular una riqueza y un poder extraordinarios. Esta industria de “conseguidores” ha sido, de hecho, muy rentable durante muchos años. Y está por ver si desaparece con la intensa campaña anti-corrupción que estamos viendo en distintos niveles o si, como en Italia tras Tangentopolis, simplemente se transmuta y reaparece con ropajes distintos.

En todo caso, las diferencias entre regiones dentro de la península ibérica son poco significativas

Si entendemos la naturaleza de nuestro problema de gobernanza, veremos que las soluciones óptimas son distintas a las que se están proponiendo. Tenemos dos visiones opuestas en esa carrera de regeneración: la individualista y la colectivista. Para los individualistas, el problema es el mal comportamiento de unos políticos que se dejan corromper. Y para atajar estos “acontecimientos” a los que se refería Rajoy, debemos aplicar el mismo tratamiento que a cualquier otro crimen: una regulación y unos castigos más severos. Muchos regeneracionistas andan enzarzados en esta empresa, con fuertes discusiones sobre en qué momento del proceso judicial se debe forzar la dimisión de un cargo público, qué deben incluir las declaraciones de bienes de los diputados, cómo endurecer el código penal, etc… La corrupción se ve como una cuestión de manzanas podridas, que hay que detectar y eliminar. Para los colectivistas, por el contrario, habría que tirar todo el canasto. Y reemplazarlo por unos recipientes distintos, por una nueva arquitectura institucional que permita una democracia real, que empodere a la gente.

Sin embargo, la experiencia de otros países nos indica que ni la persecución draconiana de la corrupción, como pretenden los individualistas, ni los cambios revolucionarios, como desean los colectivistas, traen mejoras sustanciales. Las reformas necesitan cierta involucración, e incluso agitación social, pero es más factible que se materialicen en un ambiente de cierta estabilidad básica.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Las reformas exitosas han evitado tanto la tentación individualista de tratar la corrupción como un crimen más como la tentación colectivista de verlo como un fallo de todo el sistema político, que hay que sustituir por completo. Han buscado un camino intermedio. Empoderar no a los que luchan contra la corrupción ni a los ciudadanos que la sufren, sino a los que están en medio: los grupos profesionales que gestionan lo público. Al empoderar a los profesionales se despolitizan decisiones relativas, por ejemplo a licencias y regulaciones que facilitan la apropiación repentina de rentas, como recalificaciones.

¿No llevaría esto a la sustitución de un problema (abusos de los políticos) por otro (abusos corporativos o “tecnocráticos”)? No porque empoderar es dar poder, pero también responsabilidad sobre la conducción de los asuntos públicos. Es decir, que los gestores públicos no puedan escudarse en la tan manida “responsabilidad política última” y tengan que asumir costes de sus decisiones (y de sus no-decisiones). Para ello es importante crear un mercado abierto de profesionales que, sobre la base de su reputación, puedan ir optando a puestos variados. Además, empoderar no quiere decir dar todo el poder, sino generar un sistema de pesos y contrapesos entre la esfera política y la administrativa. Los políticos deben seguir teniendo la capacidad de tomar las decisiones f sobre el rumbo que debe tomar el país en políticas públicas. Lo que no deben hacer es estar en la sala de máquinas decidiendo qué herramientas hay que comprar.

Despolitizar la gestión no es virar hacia la tecnocracia y abandonar la democracia, sino centrarse en la política que cuenta. La variedad en países con gestiones públicas despolitizadas es muy rica: de los muchos impuestos y servicios de Dinamarca a los pocos de Singapur. Empoderando a los profesionales en la gestión se empodera la política de altura. La política es debatir si queremos acercarnos a Dinamarca o a Singapur y no discutir los nombramientos en tal ente público, la obtención de tal contrato o la concesión de tal licencia.

Víctor Lapuente Giné es miembro The Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_