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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las malas metáforas

El verdadero árbol caído no se llama Pujol sino la plurinacionalidad de España decretada desde Cataluña

Jordi Gracia

Las malas metáforas embellecen la realidad porque la falsean; las buenas metáforas la descubren inesperadamente y con la crudeza de la luz de finales de julio o principios de agosto, justo cuando casi todos nos hemos enterado de lo que no sabíamos sobre el clan familiar Pujol gracias a él, a Jordi Pujol, gracias al juez Ruz y gracias a la diligencia de un aparato de investigación policial del Estado. Algún personaje público, de forma preventiva, ha declarado fuera de lugar hacer leña del árbol caído, en metáfora embellecedora de la realidad porque la falsea: ni hay árbol caído ni hay leña que hacer de él. Hay un fraude ocultado durante una multitud de años y paralelamente hay la decisión reciente de reforzar, por parte del patriarca del clan, una línea ideológica que no había sido suya, que no formaba parte de su ideario ideológico y que tampoco existió en los orígenes ni sociales, ni políticos, ni ideológicos del catalanismo con vocación de poder tras el final del franquismo.

Proponer una causalidad directa entre la ocultación de los trapicheos de los hijos Pujol Ferrusola (o del padre Florenci Pujol) y la nueva buena de la independencia como solución feliz para el siglo XXI sería tramposo, simplón y seguramente superficial. Lo que quizá sea más útil es pensar en la larguísima vigencia de una propuesta de articulación de Cataluña y España que estalló durante la guerra civil, que devastó el franquismo y que la democracia fue restituyendo con cautela cargada de ponderación. En apariencia, Convergència Democràtica ha dejado de creer en esa articulación integradora en que creyeron Prat de la Riba o Cambó: desde Jordi (u Oriol) Pujol hasta el actual secretario general del partido, se declaran independentistas, como si de veras su votante estuviese impulsado por las mismas causas y los mismos sueños de impaciencia resolutiva. Los nuevos apellidos del poder convergente, sin embargo, no son nuevos. No lo es Mas ni es lo es Turull, ni lo es Rull, ni lo es Puig ni lo es Homs, aunque aun esperen conquistar la casa definitivamente y hacer que su partido —por vía de refundación de emergencia— encarne el relevo generacional y político de la Cataluña del siglo XXI en el formato independentista.

Pero la realidad y el deseo no siempre se atan bien ni ajustan sus medidas. Hoy es ERC quien lidera el frente independentista con buenas razones de legitimidad histórica e ideológica mientras el partido que constituye la parte grande de la federación CiU va a rebufo de ese impulso, esforzándose por demostrar su convicción y su fe, incluso mártir, con la misma tenacidad con la que pueda ir a por todas el independentista nativo. Y sin embargo, no parece extravagante que el votante convergente, el de la federación electoral CiU, sea en realidad un independentista sobrevenido, un usuario aun inseguro e incómodo del universo soberanista.

El verdadero árbol caído no se llama Pujol sino la plurinacionalidad de España decretada desde Cataluña por el gobierno de la Generalitat desde hace dos años. Empleo esa palabra larguísima no por nostalgia de Rodríguez Zapatero sino porque es la que empleó un ideólogo del catalanismo burgués y democratacristiano, de Unió Democrática, que es el socio pequeño de la federación CiU. La escribió hace muchos, muchos años, en torno a 1944 y cuando el futuro democrático era inimaginable. En el libro inédito de Maurici Serrahima que acaban de rescatar Jordi Amat y Josep Poca, Mentrestant. Meditacions en un temps de silenci (RBA), hay 50 o 60 páginas finales mareantes de puro escarmentadas y oportunas. Predice este abogado de la Barcelona benestant que la única salida para evitar un nuevo drama como el recién vivido entre 1936 y 1939 es la pedagogía de la realidad social y popular de la España actual y la Cataluña contemporánea: “organitzar la política catalana d'acord amb la realitat”. En un lenguaje descarnadamente deudor del Ortega aficionado a la historia, defiende la necesidad de construir un nuevo ideal de Cataluña, pero sobre todo una nueva idea de España ajustada a la realidad, no a la pervivencia de un mito antiguo ni de una reduccionista idea de España: “aquesta idea superior és la de la pluralitat d'Espanya o, si es vol, de la plurinacionalitat” que desde Cataluña ha de emigrar como retrato, como descripción, como topografía de lo real hacia la España contemporánea.

Hoy parece que esa pedagogía de lo real ha de empezar por casa, por Cataluña misma, como si todos estuviésemos sumergidos en un ensueño de país inexistente e irreal, compactamente independentista, cuando se trata de ajustar lo mejor posible la acción política y social a la realidad histórica de Cataluña: lo urgente de nuevo es “una solució positiva de caràcter orgànic, que, si conté entre els seus elements el federalisme, per exemple”, puede funcionar. Se trata, cuenta Serrahima en plena posguerra y como si fuese capaz de abstraerse de la dictadura franquista, de tener “l’amplitud i la generositat d’un ideal, i no l’estretor i l’exclusivisme d’un sistema”.

La idea nueva que propone Serrahima frente al mercado ideológico de la derrotada Segunda República es “l’afirmació d’una pluralitat de nacions viva i existent, i d’ella ha de raure la fórmula política que, sense desfigurar aquesta diversitat, ha d’organitzar-la en una unitat eficaç i fecunda”. Serrahima estaba fraguando el plan de futuro de Unió Democràtica, quizá porque sigue siendo una fórmula ajustada a lo real antes que una forma de dinamitarlo: “l’acceptació pura i simple de la realitat’ es el principio teórico de la acción política y base del bien común, no del bien de oligarquías ancladas en el poder desde hace décadas. Para ellos los riesgos de perder, de perder de verdad, con el procés o con cualquier operación de riesgo, son nada más que metafóricos, pura floritura frente a la pérdida de poder adquisitivo, derechos, bienes y transparencia que han vivido las clases medias en los últimos años de huida hacia otro país. Hoy descubrimos con estupor que la topografía del país real pasa también por el engaño y la ocultación de su primer icono democrático, por el fraude puro y por la sospecha extendida a una familia hermanada con el poder. Pero la huida al país ideal puede parecerse demasiado a la huida sin más y sin nada a cambio para la inmensa mayoría de la población, respetuosamente democrática y cumplidora sin alardes ni penitencias civiles ni martirilogios escénicos.

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Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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