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El baño seco de las familias ‘okupas’

Unos 20 activistas visitan tres sucursales bancarias en bañador para pedir un alquiler social

Protesta en una oficina de CaixaBank en Gran Vía.
Protesta en una oficina de CaixaBank en Gran Vía.KIKE PARA

Varias toallas separan de la acera a unos improvisados bañistas a cientos de kilómetros de playa. La escena sucede en plena calle Mayor de Madrid, donde una veintena de activistas toma el sol en un gesto de ironía. Es la tercera sucursal por la que los okupas pasearon su bikini durante la mañana de ayer para reclamar públicamente un alquiler social con CaixaBank, propietario de un edificio del barrio de Malasaña ocupado desde enero por la Asamblea de Vivienda Centro del 15-M y la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. En los pisos viven unas 20 familias, aseguran los afectados.

“Las personas con las que estábamos negociando se han ido de vacaciones, así que hemos venido a veranear a su lugar de trabajo”, cuenta uno de los bañistas. El Juzgado de Instrucción 35 de Madrid ordenó el desalojo sin fecha hace dos semanas.

La primera parada del grupo es la sucursal de Gran Vía. Entran con sombrilla en mano y reparten pequeños vasos de plástico. “¿Un mojito?”, pregunta uno. “Licor de agua”, responde la supuesta anfitriona. La actividad de la sucursal queda paralizada. En 10 minutos llegan seis agentes de policía para mediar y después vaciar la sucursal. El viaje de estos bañistas concluye en la calle Mayor, donde se encontraron la sucursal cerrada por “avería técnica”. En sus puertas acamparon, solo faltaba la arena.

Varios de los activistas viven en el inmueble, que ellos llaman La Manuela. El grupo se queja de que CaixaBank no haya informado al magistrado de las negociaciones que mantienen para posponer la expulsión. La entidad confirma las conversaciones con el colectivo para “reubicar” a estas familias en una vivienda social y asegura haber solicitado datos sobre estas personas para “encontrar una solución”.

La Manuela, en el número 33 de la corredera baja de San Pablo, está protegida por una verja. Catalina Zozo, de 28 años, abre la cerradura. En la entrada hay una nevera, un ventilador y ropa por el suelo. Las escaleras de madera recorren cinco pisos entre mensajes reivindicativos, envases desperdigados y algún sillón extraviado. Después de llamar en vano a cada puerta del inmueble, esta limpiadora llega a la vivienda en la que reside desde marzo, unos días después de que sus padres la echaran del domicilio familiar.

Tres activistas fijan un cartel en el edificio okupado en enero.
Tres activistas fijan un cartel en el edificio okupado en enero.REUTERS
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El evidente desorden de la casa de Zozo, que apenas cobra 70 euros al mes limpiando escaleras, es la mejor prueba de que solo la habita para dormir. No tarda en recoger los bártulos, en unas horas llegará su hija de seis años, que abandonaba ayer el hospital tras someterse al quinto ciclo de quimioterapia por un tumor en el fémur. “Lo principal es tener casa para ella, aunque le queda más de un año de tratamiento y no puede ir al colegio”, asegura. Pese a que hay un turno de limpieza, en los vestíbulos campa el desorden. La luz sí funciona y en la vivienda de Zozo hay televisión.

“Vive siempre con ilusión, que cada día tiene diferente color”, cantan los bañistas. Mientras, el edificio yace fantasma. En sus paredes no hay colorido. Esta atmósfera vacía solo desprende la incertidumbre propia de lo prestado.

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