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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desmadre de la desfachatez

España toda, con apenas excepciones, es un mosaico de corrupciones en cuyo conjunto los valencianos gozamos de una mortificante relevancia

España toda, con apenas excepciones, es un mosaico de corrupciones a cada cual más delirante y en cuyo conjunto los valencianos gozamos de una mortificante relevancia. Anotamos esta obviedad para añadir que, precisamente por ello, estamos curados de espanto. ¿Qué más, cuánto y cómo después de tantos años de martingalas a la sombra del PP han de urdir los corruptos para que nos escandalicemos? Parecía que ya estábamos a tope, pero no es así. La alcaldesa de Alicante, Sonia Castedo, su predecesor, Luis Díaz Alperi, y el megaempresario, Enrique Ortiz, han conseguido estos días saturarnos de estupor mediante las conversaciones que se les han grabado y han sido divulgadas. ¡Cuánta audacia y qué desfachatez, rayana con la procacidad, la de esta gentuza a la hora de concertar ventajas y cebar pelotazos urbanísticos!

Los cronistas de este episodio —y de otros similares animados por casi los mismos protagonistas— suelen poner énfasis en el citado todopoderoso inmobiliarior, convertido en el malo malísimo de la película y para quien nada de cuanto se cuece a la vera del Benacantil es ajeno. No lo cuestionamos, pero sin romper una lanza por el personaje, sí nos parece oportuno subrayar que se trata de un hombre de negocios que no disimula su insaciable ambición y que ha desplegado sus capacidades en el marco de una sociedad, la capitalina de Alicante, pobremente dotada de músculo cívico, de corporaciones y entidades atentas al interés general, si bien es justo mencionar, por denodada y excepcional, la ya veterana Plataforma de Iniciativas Ciudadanas y algunos más recientes brotes verdes reivindicativos.

No es, pues, el empresario, el referido u otro de su mismo talante, el principal culpable de los desmanes y abusos que se cometen a la sombra del poder. El empresario está para acomodarse a las reglas del juego, y bien cierto es que, si le constriñen, hará cuanto esté en su mano para modificarlas a su conveniencia. Sobornará a los políticos, financiará a los partidos o los anegará de gente venal o vendida a sus intereses. Pero la responsabilidad última reside en el gobernante que tiene el apoderamiento de la voluntad soberana. Lo desolador por estos pagos valencianos es que el partido mayoritario que nos gobierna es un dechado de mediocres y sinvergüenzas que, como es clamoroso, han entrado a saco allí donde han podido, o bien se han rendido al poderoso, exhibiendo sin recato una infame concordia, prácticamente impune a día de hoy.

A día de hoy decimos porque, sin confundir los deseos con la realidad, no puede negarse que ya apunta y se percibe un cambio político, que lo será también de ciclo histórico. Las encuestas de opinión, divulgadas o no, anticipan un varapalo monumental a los populares que ahora se afanan en aducir innovaciones electorales para garantizar sus mayorías, meros recursos de trilero, para atenuar su batacazo. La justicia, tan lenta y a menudo lejana al ciudadano de pan llevar, va concluyendo la instrucción de sumarios y apunta un tropel de condenas a tanto presunto delincuente aforado del PP. Y para acabar de componer el panorama, hasta el desgalichado y casi irreconocible PSOE trata de volver por sus siempre vagos fueros e incluso convertirse en punta de lanza de una izquierda generacionalmente renovada que puede y no tiene un compromiso más apremiante que barrer la casta y regenerar la democracia mediante transparencia sin trabas y justo reparto de la carga fiscal.

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