_
_
_
_
_
pop tom jones
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una riada de testosterona

El septuagenario galés conserva una garganta tan prodigiosa que a ratos entran ganas de pedirle que cante peor

Tom Jones en un momento de su actuación.
Tom Jones en un momento de su actuación.Carlos Rosillo

Pletórico. Rutilante. Razonablemente seductor, ahora que ha pactado una convivencia armónica con las canas. Y, sobre todo, sobrado de facultades vocales hasta extremos abrumadores. Cualquiera firmaría unos 74 años tan luminosos como los de Tom Jones (“nací en 1940, ni yo mismo puedo creerlo”, anotará a mitad de concierto), un caballero que cinco décadas atrás parecía un carroza prematuro y hoy, treinta y tantos discos después, ejerce de madurito admirado por los artistas jóvenes. Lástima que los 101 euros de las entradas de anoche en el Palacio de los Deportes impidieran comprobar si la renovación generacional tenía traslación en las gradas: solo unas 2.500 personas pudieron darse el gustazo (y lujazo) de escuchar las acometidas del tigre galés.

La voz de Jones es un raro portento de la naturaleza, un milagro de vigor y longevidad. Sucede, además, que la mezcla la coloca por las nubes, de modo que la guitarra blues de la inaugural Burning hell parece comparativamente una flautita dulce. Pero ni siquiera la irrupción de los metales a partir de Mama told me not to come permite amortiguar la avalancha. Jones no se anda con chiquitas: demanda a su vera una banda robusta y bien nutrida (nueve efectivos) para apuntalar lo que ya de partida es una riada de testosterona. ¿Alguna duda? Un Sex bomb de acentuado swing se encarga de disiparlas a las terceras de cambio.

Llegarán luego una sección vaquera (bonita la lectura de Why don’t you love me, de Hank Williams), incursiones baladísticas, el baile desaforado de If I only knew y una Delilah muy interesante, primero solo con guitarra acústica y luego descaradamente mexicana. En realidad, el despliegue vocal es tan avasallador, el dominio sobre el aparato fonador resulta tan escandaloso que puede tornarse contraproducente. Porque una garganta así difumina y minimiza cuanto le rodea, ya sea Randy Newman, Prince o Tom Waits (“un tipo que está loco pero escribe grandes canciones”). Por eso a veces entran ganas de pedirle al ilustre septuagenario que cante un poco peor. Por eso conmueve mil veces más Tower of song cuando se la escuchamos a su creador, Leonard Cohen, con la garganta hecha jirones que en la interpretación pluscuamperfecta de ayer. Tom Jones no se conforma con complacer: solo le sirve arrollar. Eso y las proyecciones audiovisuales -una colección de geometrías varias, estrellas titilantes y grandes llamaradas que parecen un trabajo de FP- son las únicas objeciones posibles al implacable torbellino de Gales.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_