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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una epifanía mozartiana

Comencé a desafiar a la historia y fantasear con la posibilidad de que Mozart hubiera pronunciado el nombre de Barcelona

J. Ernesto Ayala-Dip

Todo comenzó el mes pasado, cuando el pianista sudafricano Kristian Bezuidenhout vino al Palau de la Música a ofrecernos en dos jornadas la integral de las sonatas para piano de Wolfgang Amadeus Mozart. Lo hizo con una réplica del pianoforte con el que el músico de Salzburgo compuso e interpretó esas diez célebres piezas. Como solo pude acudir al segundo recital antes escuché en mi casa las cinco primeras sonatas interpretadas en piano. Escuchar las cinco restantes en un pianoforte y hacerlo como las hubo escuchado el mismo Mozart mientras las componía, me emociono superlativamente. Ahí estaba el concertista sudafricano conectándose con la frescura saltarina de los alegros y esa delicadeza enigmática que desgranan los andantes del austriaco. Me pregunté por qué Mozart no vino nunca a Barcelona. Podría haberlo hecho. Y aquí fue donde comencé a atar cabos imposibles, ganas de desafiar a la historia comprobada y fantasear la remota posibilidad de que Mozart, aunque más no sea, hubiera pronunciado el vocablo con el que se conoce a nuestra ciudad. Lo que sigue es el resultado del encuentro de tres lecturas y un cuadro: las memorias de Casanova; Viaje musical por Francia e Italia en el s. XVIII, de Charles Burney; Deja en paz al diablo,de John Verdon, uno de los autores más escandalosamente buenos de la actual novela policiaca mundial; y un retrato de Mozart a los catorce años, pintado, en 1770, por Saverio dalla Rosa.

Empiezo por Verdon. Quien lo haya leído, conoce a su detective David Gurney. Y si ha leído Deja en paz al diablo, sabrá que Gurney echa mano de la curiosa teoría de “los seis grados de separación”, también llamada “el problema del pequeño mundo” o más comúnmente conocida por la expresión popular “el mundo es un pañuelo”, para resolver un caso criminal. Dicha teoría consiste en afirmar que las vidas de diversas personas aparentemente sin conexión se pueden ver vinculadas sin necesidad de conocerse. Casanova conoció a Mozart. Estuvo con él y con su famoso libretista Lorenzo Da Ponte en Praga, en 1787, escribiendo a tres manos el libreto de Don Giovanni. (Pero esto no lo sabemos por sus memorias, que se detuvieron en 1774). Casanova llega a Barcelona en 1768. Entre setiembre y diciembre. Unos días antes conoce a Nina, la amante oficial del virrey de Barcelona, motivo por el cual es encarcelado y luego expulsado a Francia. Así que estuvo en Barcelona, paseó por sus Ramblas, acudió más de una vez al teatro Principal a ver representaciones. ¿Qué nos impide, por tanto, imaginar que hayan comentado con Mozart, en algún momento de los días transcurridos en Praga, su aventura catalana? Fuerzo sin contemplaciones la teoría de “los seis grados de separación” para que me cuadre mi fantasía. Casanova recordando con Mozart su metedura de pata amorosa en una alcoba de la ciudad Condal, ante la risita espasmódica producto del síndrome de Tourette que sufría el salzburgués. Nina, según la teoría del “problema del pequeño mundo”, también tuvo conectada con Mozart.

Invocado Casanova, ahora me acerco a lo que yo llamaría la epifanía que me lleva a escribir este artículo. Leo el diario de viaje de Charles Burney. Un diario musical donde el inglés emite criterios técnicos sobre coros, voces, solistas. Su presencia por los escenarios de Francia e Italia, sobre todo de Italia, se traduce en un abanico de pareceres sobre la competencia musical de los italianos, no obviando la crítica ácida o inclemente cuando el concertista o la soprano o el tenor de turno no merecen su exigente aprobación. Paso planas como intuyendo entre sus líneas el milagro. Y éste llega en la página 247. Charles Burney está en Bolonia. Es 30 de agosto de 1771 y asiste a los conciertos que se celebran en la iglesia de San Giovanni in Monte. Toca la Sociedad Filarmónica de la ciudad. De pronto Burney escribe: “En el curso de aquel acontecimiento me encontré con el señor Mozart y su hijo, el pequeño alemán (sic) cuyo talento precoz y hasta sobrenatural nos sorprendió en Londres hace ya algunos años. Hablé largo y tendido con su padre (…) El muchacho ha crecido mucho, pero sigue siendo bajito”. Casanova conoció a Mozart pero no nos lo pudo contar nunca. En cambio Burney nos lo presenta in situ. Casi podemos tocar al genio adolescente. Y si miramos fijamente su mirada que nos mira ante un pianoforte en el retrato que le hizo un año antes Saverio dalla Rosa, entonces veremos casi al mismo adolescente insondable de quince años que vio y nos describe Burney.

Contaba Bruce Chatwin que un día encontró un pianista en el corazón de la Patagonia. Éste lo invitó a tomar té y se ofreció a tocarle algunas piezas. Ante su asombro, cuando tocaba a Beethoven, sacaba de un cajón un bustito suyo. Cuando era Mozart el interpretado, quitaba el de Beethoven y lo reemplazaba por el de Mozart. Es lo que haré ahora. Escucharé una sonata suya contemplando sus ojos mirándome. Los mismos que tuvieron la dicha de mirar Burney, Casanova y Dalla Rosa.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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