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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Haciendo amigos

Cuando todo se apuesta sobre la voluntad popular, es fácil olvidar que la política exige alianzas y pragmatismo

Lluís Bassets

Artur Mas lo tiene claro. Todo se juega en la expresión de la voluntad del pueblo, ese sujeto colectivo que dicta el devenir histórico. El resto apenas cuenta. Cuanto más intensa y concentrada sea esa voluntad, más fácil será que se exprese y se convierta en realidad. A la acumulación de voluntades y deseos lo fía todo, porque en otros ámbitos sus planes de celebración de la consulta sobre la independencia no avanzan ni un milímetro. La olla interna hierve y acumula energía, pero fuera no sucede nada. Pocos se enteran y casi nadie lo comprende. El último en decirlo ha sido Romano Prodi, el amigo de Pujol, totalmente cerrado a la simpatía con la reivindicación soberanista. Tres cuartos de lo mismo ha sucedido con Barack Obama en relación a Escocia, pero con lectura catalana, por más que se empeñe en decir lo contrario el buenismo independentista con su capacidad para adaptar cualquier guión a lo que le pide su público entregado.

A pesar de la magra cosecha internacional, Artur Mas no quiere renunciar a su política exterior y a sus viajes presidenciales. ¿Qué sería un presidente sin relaciones internacionales y sin un símil de diplomacia viajera, periodistas sufragados por el erario público incluidos, que revolotee en su entorno? La dimensión interior de la proyección exterior es una componente perfectamente conocida, pues basta con ver su discreta repercusión fuera y su amplificación en los medios de comunicación locales. Pero en el punto a que ha llegado ahora, el reduccionismo es extremo: la dimensión interior es prácticamente la única de la proyección exterior. Todo lo que se hace fuera se dirige única y exclusivamente a los que lo miran desde dentro. A la propaganda, para ser más claros.

El principio ya valía para el viaje que tenía programado Artur Mas a California a mitad de junio. Debía servir para insuflar energías en su alicaída imagen de presidente que alguna vez se entendió con los empresarios y que, en un pasado cada vez más lejano, fue amigo de los negocios y se ocupó de acompañar la marcha de la economía con acuerdos y pactos que animaran a las inversiones y a las iniciativas empresariales, en vez de pregonar sombríos anuncios de caminos hacia lo desconocido, choques de trenes y fechas y preguntas perentorias. Pero la agenda ceremonial desencadenada por la abdicación ha venido a añadir un nuevo elemento de política estrictamente interior a la proyección exterior: en caso de no asistir a la proclamación del nuevo monarca, como era su primer propósito --corregido luego a instancias de Duran i Lleida--, se sumaba a la abstención ya anunciada una nueva y todavía más plástica decisión rupturista con el pactismo catalán.

Los motivos aducidos no quieren desmentir del todo el empeño por presentar las relaciones entre Cataluña y España en estado de desconexión. Irá solo por motivos de cortesía y buena relación entre vecinos, según se nos ha aclarado con cierta displicencia, sin tener en cuenta la tergiversación de la realidad legal y política que tal argumento contiene. Artur Mas no es el vecino de Felipe VI, sino presidente de Cataluña, nacionalidad histórica y comunidad autónoma reconocida por la Constitución española. Su autoridad deriva de que preside una institución del Estado, nada menos que la que representa a Cataluña, y ese es el motivo por el que era ineludible que asistiera a la proclamación del nuevo monarca.

Hay otros motivos que aconsejaban a Mas a cambiar su negativa inicial a asistir a la proclamación, aunque no los haya utilizado o tomado en consideración. La ausencia del presidente de todos los catalanes, sin distinción de origen, lengua, opiniones políticas o posiciones respecto a la consulta, le hubiera convertido definitivamente en lo que ya está a punto de ser y que al parecer le atrae como la luz a la mariposa nocturna: el presidente exclusivamente de los independentistas. Eso sí es una desconexión, pero respecto a los ciudadanos.

Las elites económicas, profesionales y empresariales catalanas, acostumbradas a contar con un buen canal de comunicación con el poder del Estado, no lo hubieran entendido, como les cuesta ya entender la reticencia constante y los exabruptos verbales como el que el omnipotente consejero Homs acaba de exhibir en Ginebra. Pero este es un argumento que no está de moda en tiempos de populismos, es decir, de enojo y reticencia con las elites.

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El argumento más firme es estrictamente pragmático. Con estos comportamientos y actitudes, Artur Mas cabalga hacia el más pavoroso aislamiento, eso sí, siempre resguardado por el calorcillo de sus numerosos seguidores. Nadie puede entender, salvo quienes no le quieren bien --como debe ser el caso de sus socios de ERC--, por qué ese presidente tan aislado internacionalmente e incomunicado con el gobierno del Estado, se empeña también en cortar las buenas relaciones con la Casa Real que han mantenido todos los presidentes catalanes y por supuesto el presidente catalán que más y durante más tiempo se ha relacionado con la Jefatura del Estado. Y ese es el hecho más preocupante: el presidente Mas y su escudero Francesc Homs no paran de hacer amigos, una estrategia que no puede servir para nada, ni para irse ni para quedarse.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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