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crítica | Roger Hodgson
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La nostalgia era ahora

El antiguo cantante de Supertramp revive aquellos tiempos felices en que el pop era instantáneo pero también inteligente

En una reciente clasificación, ‘Rolling Stone’ seleccionaba aquellos discos que los jóvenes de hoy no han escuchado ni una sola vez aunque figuren en las discotecas de todos sus progenitores. ‘Breakfast in America’ ocupaba un lugar preeminente en la relación, pero cualquier álbum de Supertramp entre 1974 y 1982 cumpliría con la regla: se vendían por toneladas y hoy, injustamente relegados a la categoría de rock para adultos, no los reivindica casi nadie. Roger Hodgson aterrizó anoche en La Riviera para defender una parte sustancial de aquel valioso legado. Y lo hizo, en efecto, ante una sala tan repleta como definida por las manifiestas carencias capilares de sus ocupantes.

Hodgson lucha contra los elementos porque no puede escudarse bajo la marca (Supertramp) y su discografía solista es parca e irrelevante. Por eso una insólita voz en ‘off’ glosa sus méritos antes de salir a escena: 60 millones de discos vendidos (ciertísimo) y una huella indeleble en la memoria musical de cuatro generaciones (dudoso). La comunión, eso sí, es instantánea: Hodgson acabó prometiendo una nueva visita en 2015 ante el aluvión de vítores, karaokes y ‘oeoeoés’ con que la audiencia le obsequió durante la velada.

El de Portsmouth acredita a sus 64 primaveras un aspecto saludable y trascendental (camisa blanca, chaleco de colorines, melena lacia), como de místico que regentara un herbolario. Pero sus habilidades vocales han resistido al envite de los años, incluso ante los endiablados falsetes de ‘Dreamer’ y ‘Fool’s overture’, esos diez minutos de apoteosis sinfónica con los que nos recuerda que no solo de pop vive el hombre. Pero la especialidad de la casa son los temas que arrancan en estribillo, píldoras irresistibles (‘Give a Little bit’, ‘It’s raining again’) que sirven para rematar el concierto en un clima de manifiesto entusiasmo.

La paradoja radica en que Roger perdió la chispa pop tras abandonar el grupo, hasta el punto de que casi nadie tarareó los cuatro temas post-Supertramp que sonaron anoche. Y sus antiguos compañeros se quedaron enrocados en ese blues ligero de Rick Davies, en un ejemplo preclaro de separación nociva para ambas partes. Anoche recuperamos las melodías más instantáneas e inteligentes, aunque faltara el rotundo poso instrumental de las grabaciones originales. La nostalgia era ahora, un guiño a los años desocupados y felices. Una tregua de dos horas, como dijo Hodgson, frente a unos tiempos en que supuran las heridas y se acumulan las pérdidas.

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