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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cataluña entre dos reyes

El Rey no supo sustraerse a la involución que sobre la idea de España impuso la mayoría absoluta de Aznar

Prescindamos por una vez de antecedentes históricos lejanos, incluso de la contribución de algunos catalanes al proceso de formación cultural y política del príncipe Juan Carlos. Lo cierto es que su reinado arrancó, en lo que se refiere a Cataluña, con un nítido guiño de complicidad.

Fue el 16 de febrero de 1976 en Barcelona, la misma ciudad donde, apenas unos días antes, decenas de miles de manifestantes por la amnistía habían sido corridos a porrazos por los grises. En el salón del Tinell, ante el siniestro Carlos Arias Navarro, ante todas las autoridades y jerarquías aun íntegramente franquistas del Principado, mientras en el exterior unos manifestantes muy poco espontáneos vitoreaban "al Generalísimo Franco, al Ejército y a las Fuerzas de Orden Público", en ese ambiente preciso, el flamante Rey pronunció una parte de su discurso en catalán, afirmando entre otras cosas que "l'afecció dels catalans a la llibertat és llegendària. I sovint ha estat fins i tot heroica". Tópico, sí, pero un tópico que no hubiera tenido cabida en la retórica del "catalanes y españoles todos" del recién fallecido autócrata.

El decidido apoyo del Monarca a la operación Tarradellas y su empatía con el viejo republicano llegado del exilio —que culminaría concediéndole un marquesado—, la larga y correctísima relación entre la Zarzuela y el presidente Pujol, la participación de los Reyes en los fastos del Milenario de Cataluña (1988), la restauración desde 1990 del uso de los títulos catalanes del heredero de la corona (príncipe de Girona, duque de Montblanc, conde de Cervera, señor de Balaguer), la tendencia de don Felipe a usar cada vez más la lengua propia del país durante sus visitas catalanas, fueron otros tantos síntomas de cómo la monarquía borbónica, pese a sus orígenes centralistas, se adaptaba al Estado autonómico y a la singularidad de Cataluña.

En el terreno simbólico, seguramente esta adaptación culminó el 4 de octubre de 1997 con el enlace matrimonial entre Cristina de Borbón y Grecia e Iñaki Urdangarín. Una boda barcelonesa, plurilingüe y casi plurinacional, cargada de connotaciones que permitían especular con el arraigo catalán de uno de los esquejes de la familia real. Un horizonte de aroma austriacista.

La figura del Rey no supo sustraerse de la involución que, en lo relativo a la idea de España, impuso a partir de 2000 la mayoría absoluta de Aznar

Desde entonces, las cosas comenzaron a torcerse; y no solo ni principalmente por los ulteriores problemas judiciales de los Urdangarín-Borbón. Más bien ocurrió que la figura del Rey no supo sustraerse (o quienes debían no supieron sustraerla) de la involución que, en lo relativo a la idea de España, impuso a partir de 2000 la mayoría absoluta de Aznar.

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Lo cual dio lugar a insignes meteduras de pata, como cuando el 23 de abril de 2001, siendo ministra Pilar del Castillo y durante la concesión del Premio Cervantes, don Juan Carlos sostuvo que "nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano; fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyo, por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes". Vivos aún muchos testigos y víctimas del "háblese la lengua del Imperio", del "si eres español, habla español" de la posguerra, se trataba de una provocación tan hiriente como absurda.

Donde los reyes no gobiernan, su terreno es el de los gestos; y no se observó ninguno mientras el PSOE cepillaba el Estatuto o el PP recogía firmas contra este 

A partir de 2004, durante el tormentoso proceso neoestatutario que terminaría en 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional, la Corona tampoco pudo, supo o quiso situarse au dessus de la mêlée, ni ejerció el papel arbitral y moderador que le otorga el artículo 56 de la Carta Magna. No digo que fuese fácil, pero allí donde los reyes no gobiernan, su terreno es el de los gestos; y no se observó ninguno mientras el PSOE cepillaba el Estatuto, mientras el PP agitaba las calles recogiendo firmas contra ese texto legal y, de paso, contra los catalanes.

De 2010 acá, las cosas en Cataluña han evolucionado deprisa, y la Corona se ha movido muy poco. Ni el Monarca ni el heredero, por ejemplo, han dado ningún paso visible a favor de un plurilingüismo igualitario (usar las distintas lenguas cooficiales durante actos de Estado en Madrid, quiero decir). A nadie en la Zarzuela parece habérsele ocurrido la oportunidad, en ocasión del tricentenario, de un acto de desagravio dinástico —de Borbón a Borbón— que pudiese restañar simbólicamente las heridas infligidas a catalanes, valencianos, aragoneses y baleares por Felipe V hace tres siglos. ¿Que todo eso son apolilladas nostalgias historicistas? Obsérvese, en todo caso, la actitud de Isabel II ante la puesta en marcha de la autonomía escocesa (1999) o, ahora, ante la hipótesis de la independencia, y tal vez se entenderá a qué me refiero.

Intuyo, pues, que la inminente subida al trono del nuevo rey Felipe —el patronímico no ayuda— va a ser recibida por muchos catalanes con acusado escepticismo. Ya en 1971 el gran Jaume Perich, en su celebrado libro Autopista, nos aclaró que no había existido nunca un rey llamado Segismundo III el Republicano. No parece mucho más verosímil la existencia de un Felipe VI el Confederal, o el Autodeterminista; pero habrá que ver.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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