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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Carta a ciegas

Constituye un imposible metafísico que alguien pueda estar equivocado absolutamente en todo siempre

Manuel Cruz

En la cultura occidental, el término “sofista” está cargado de connotaciones peyorativas. Es cierto que la RAE define al sofista como “maestro de retórica que, en la Grecia del siglo V a. C., enseñaba el arte de analizar los sentidos de las palabras como medio de educación y de influencia sobre los ciudadanos”. Pero no lo es menos que, en la práctica, dicha figura ha terminado por quedar identificada, además de con la de aquel que se sirve de argumentos engañosos pero con apariencia de verdaderos (los sofismas precisamente), con la de quien está dispuesto a defender por encargo cualquier causa, sin que le afecten en lo más mínimo a la hora de aceptar el encargo las opiniones que previamente pudiera tener.

Sin duda, la veracidad es un valor que conviene no desdeñar. Que la gente diga en privado cosas diferentes, e incluso opuestas, a las que dice en público es, por supuesto, algo lamentable. Pero ese mismo hecho se convierte en directamente indignante cuando quienes mantienen dicho doble lenguaje son los propios responsables políticos. He sido testigo presencial de cómo alguno de los que en sus intervenciones públicas se esfuerza denodadamente por movilizar a la ciudadanía en una determinada dirección no exenta de problemas, manifiesta, cuando no hay micrófonos por medio, opiniones de signo muy distinto.

Ahora bien, la adhesión a las propias ideas, constituyendo un necesario dique de contención ante el cinismo generalizado, no puede ser tan intensa como para que nuble nuestra capacidad de entender las ideas ajenas, ejercicio particularmente difícil cuando se trata de algo importante para nosotros. Es en este punto en el que no solo el espíritu fundacional de los sofistas, apuntado en la definición de la RAE, sino incluso la práctica de quienes defienden por encargo cualquier posición puede resultar de notable ayuda.

En efecto, quien se ve obligado a reconstruir, aunque sea sin sentir la menor identificación personal, las razones del otro termina encontrándose con el peso argumentativo de los planteamientos de éste. Puede, por supuesto, desestimarlos en su fuero interno, pero ya no podrá hacerlo echando mano del fácil recurso de atribuirles inconsistencia, fanatismo o cualquier lindeza semejante, sino ponderando y aquilatando la superioridad teórica o práctica de las posiciones propias. Con otras palabras, esta reconstrucción constituye una alternativa mucho más eficaz y compartible (porque nada supera en compartible a la razón y la palabra) que la vaporosa y autoayúdica “empatía”. Nadie se encuentra en mayor medida cargado de razón, en el sentido más genuino de la expresión, que aquel que, tras llevar a cabo un minucioso recorrido por los planteamientos ajenos, está en disposición de señalar con detalle por qué es mejor el itinerario por el que ha optado.

Exhortar a tales prácticas no implica suponer que todo el mundo se encuentra en condiciones de llevarlas a cabo de manera solvente y exhaustiva. Pero tampoco animar a la gente a que haga ejercicio físico implica suponer que correrán los cien metros en menos de diez segundos. En realidad, con que se generalizara una cierta actitud entre la ciudadanía a la hora de debatir sobre los asuntos públicos más relevantes podríamos todos darnos por satisfechos.

Para empezar, tal vez estaría bien que algunos de nuestros conciudadanos (responsables políticos incluidos) se animaran a llevar a cabo lo que bien podríamos llamar una cata a ciegas de ideas, consistente en proponerles la valoración de determinadas afirmaciones sin informarles previamente de quienes eran los autores de las mismas, para analizar a continuación sus respuestas.

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Es más que probable que el grueso de quienes se animaran a afrontar la prueba no la superaran. Lógico. Son demasiados años de autocomplacencia, iniciando el razonamiento desde el final, fijando, antes de empezar a debatir, quienes son los nuestros, y dando por descontado a renglón seguido que lo que ellos defiendan es lo que toca sostener. Pero, tal vez sobre todo, a la inversa: nos hemos acostumbrado a que lo que afirman nuestros adversarios constituya el punto de referencia negativo de lo que bajo ningún concepto estamos dispuestos a aceptar.

Sin embargo, tan rotundo convencimiento resulta por completo insostenible: constituye un imposible metafísico que alguien pueda estar equivocado absolutamente en todo siempre. Ser incapaz de reconocer una afirmación tan de mínimos como ésta coloca al recalcitrante en cuestión en el terreno de un dogmatismo estéril, por más invocaciones retóricas al diálogo, al entendimiento o a la tolerancia con las que intente maquillar su intransigencia.

Incurriría en una flagrante contradicción si, tras todo lo dicho, finalizara señalando con el dedo a algún sector ideológico en particular como representante privilegiado de las actitudes criticadas. Baste con decir, como cierre, que cada vez que alguien replica a un razonamiento que le incomoda con un “esto es lo mismo que dice...”, y aquí el nombre más en las antípodas posibles del interlocutor (con la obvia pretensión de dejar en evidencia sus contradicciones), está haciendo exhibición precisamente de aquello que haría mejor en esconder, a saber, su incapacidad de pensar por cuenta propia, al margen de consignas.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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