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Un animal político devorado por sí mismo

La sombra de la corrupción ha acompañado a Rafael Blasco en su larga trayectoria política

Miquel Alberola
Rafael Blasco es saludado por un diputado de su grupo en una foto de archivo.
Rafael Blasco es saludado por un diputado de su grupo en una foto de archivo.Carles Francesc

Después de todo, Rafael Blasco (Alzira, 1945) ha terminado dándole la razón a Joan Lerma. El entonces presidente de la Generalitat lo destituyó en 1989 como consejero de Urbanismo y lo postergó en el PSPV-PSOE por supuestos sobornos a funcionarios a cambio de la recalificación de terrenos. La invalidación de las grabaciones que presuntamente lo incriminaban le permitió salir indemne y proyectar la leyenda de que todo había sido un ajuste de cuentas orgánico porque le hacía sombra al líder de los socialistas valencianos.

En esos años de postración política, entre 1991 y 1994, el otrora luchador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP) regresó a su plaza de interventor municipal y dedicó todas sus energías a preparar un elaborado plato frío que lo pudiera resarcir del agravio. Dotado de una extraordinaria capacidad política, Blasco realizó varios intentos de regresar ideando un Partido Socialista Independiente y otras opciones que sumaran toda la calderilla electoral y pudieran decantar mayorías. La meta era reincrustarse en el poder.

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Sin embargo, sus proyectos no cuajaron. Entonces apareció Eduardo Zaplana, que le abrió la puerta del PP a cambio de que guiara sus pasos en una Administración que Blasco había ayudado a diseñar como consejero de Presidencia de Lerma. La ambición de Blasco y la bisoñez de Zaplana trazaban una simbiosis perfecta. Ser su lazarillo, con la victoria del PP en 1995, tuvo su recompensa. En 1999, como subsecretario de Planificación en la Presidencia de la Generalitat, gobernó las cañerías, trenzó clientelas y favoreció la fagocitación de Unión Valenciana para que el PP ocupase todo el espectro de la derecha. Luego cogió el timón de Empleo (1999-2000) y Bienestar Social (2000-2003). Y dio el paso de militar en el PP.

Su agudeza visual política le hizo traicionar a Zaplana en el momento justo para asegurarse el mañana con Francisco Camps, quien le entregó la Consejería de Territorio y Vivienda en los años de mayor depredación urbanística (2003-2006) y luego la de Sanidad (2006-2007). Pero Camps creció orgánica y políticamente y empezó a distanciarse de Blasco. En 2007 lo apartó a una consejería de menos peso, Inmigración.

Cuando el caso Gürtel empezó a sacudir el suelo que pisaba Camps, el viejo estratega Blasco volvió a los primeros planos para tratar de recomponer la estropeada imagen del presidente de la Generalitat. Era 2010. De nuevo en el puente de mando, su consejería, ahora con el nombre de Solidaridad, ganó volumen, fue nombrado portavoz parlamentario y su influencia en el Gobierno valenciano se disparó. Pero cuando estaba alcanzando la velocidad de crucero, pasteleando incluso en la venta del Valencia CF, empezó a aflorar la basura que ahora acaba de sepultarlo por segunda vez.

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Con Alberto Fabra en la Generalitat, su situación judicial fue empeorando y se convirtió en un apestado, hasta que la apertura de juicio por el fraude de la cooperación terminó por despeñarle del partido que le permitió renacer de sus cenizas y saborear aquel plato frío que tanta bazofia iba generando por el fondo. Entonces buscó refugio parlamentario en el Grupo de los no Adscritos, forzando su escorzo amenazante como una navaja muy afilada. Sin embargo, el animal político ya se había devorado a sí mismo. Los lixiviados le llegaban al cuello. El viejo luchador del FRAP ahora vuelve a la cárcel como delincuente común.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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