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Tribuna
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Villanos y cortesanos

La ciudad se concibió en torno a Eurovegas, los Juegos y la privatización de hospitales Trasladar la capital a otro lugar sería un elemento de alto valor simbólico

En virtud de una termodinámica caprichosa, las cuestiones que merecen el supremo adjetivo de “candentes” están sujetas a ciclos de temperatura no siempre fáciles de prever. ¿Quién se habría atrevido a pronosticar, por ejemplo, que, al enfriarse el problema vasco y acercarse el catalán a su punto de fusión, iba a surgir de pronto, de manera avasalladora, un tercer foco de efervescencia, tan prometedor como tórrido? Se trata, como cualquiera puede adivinar, del muy pujante problema madrileño, cuya morbidez y envergadura lo ponen en condiciones de aspirar a un papel, valga la redundancia, central.

No son pocos, en efecto, los motivos para que llame la atención a propios y extraños el irrespirable ambiente de la Villa y Corte. Y conviene advertir, en primer término, que tan castiza denominación es parte no desdeñable del problema madrileño mismo. La complacencia en llamar de ese modo a la capital del país constituye todo un síntoma de que, contra lo que debería ser evidente, a Madrid no le cuadra de manera inequívoca la condición ciudadana. Pero quizá se pueda pasar de poblachón a metrópoli sin ser nunca, en sentido pleno, una ciudad, o habiéndolo sido con retraso y de manera tristemente desmedrada.

Que Madrid tenga universidad sólo a partir de 1837 (más o menos cuando Londres, es cierto) y catedral desde 1885 son datos más propios de una urbe colonial que de la cabeza de una potencia ultramarina, lo cual invita, de paso, a meditar en la vidriosa naturaleza de los imperios que no están gobernados desde una ciudad, sino desde un mediocre caserío reunido para servir a las necesidades de palacio (caso que quizá no fuese siempre el de Londres). Pero no es necesario acudir a la historia para trazar los perfiles de la cuestión madrileña. El proyecto frustrado de juegos olímpicos en 2020, el no menos nonato de un casino múltiple a cargo del magnate Adelson y el también abortado de la privatización parcial de los hospitales públicos eran los tres elementos principales de toda una concepción de la ciudad. El triple descalabro producido en tan solo unos meses ha constituido, qué duda cabe, un golpe muy serio para esa idea de Madrid, aunque está por ver su capacidad de recuperación, que quizá no sea desdeñable.

Seguramente el significado esencial del fracaso olímpico radica en algo enquistado en el inconsciente colectivo que pocos querrán explicitar: algo tan humillante para la vanidad cortesana como la solemne certificación de que Madrid no tiene a su alcance lo que Barcelona logró como fruto caído por su propio peso. Pero hay algo todavía más inconfesable, que rondó por las cabezas de todos cuando se temía que los desdichados juegos pudieran llegar a celebrarse en la Corte: la sospecha de que (nuevamente al contrario que en Barcelona) serían un espectáculo estridente y de mal gusto, una pesadilla de recuerdo ominoso en la que se desatarían la retórica más hinchada, la arquitectura más hortera y la ideología más correosa. Algunos espectáculos frustrados son también acontecimientos, y el de Madrid de 2020 ha tenido ya su propia realidad. La seguirá teniendo, sin duda, en la imaginación, bajo la forma de una chapuza gafada y revenida.

Pero la retórica, la estética y la ideología de este Madrid sombrío tuvieron su expresión más destacada en aquel proyecto, felizmente abandonado, de ciudad-casino que se propuso al mismo tiempo como ocasión de riqueza, como lugar de cultura y como motivo de atracción para el mundo entero. El proyecto estaba tan lleno de elementos sórdidos que nublaba el juicio con facilidad e impedía ver su genuino rostro, mucho más torvo que el mostrado al primer golpe de vista. En Eurovegas (no se negará que el nombre era insuperable) coincidían con perfección suma todo un concepto de lo que es el éxito y el auge de una ciudad (o de una villa y corte) y toda una idea de lo que habrá de ser el capitalismo después de su crisis presente. Que la sociedad civil madrileña –por medio de los empresarios del sur de la provincia- manifestase toda clase de prisas por la ejecución del proyecto y urgiese a adoptar las medidas oportunas, incluidas algunas sonrojantes reformas legales, fue una muestra muy elocuente de lo que dicha sociedad civil es capaz de exigir cuando llega la hora de la verdad. Se trataba del inconfundible gesto conminatorio de quien reclama que cesen todas las formalidades y se corte de una vez por lo sano, dejándose de remilgos (por no emplear palabras más castizas): las leyes están para cambiarlas cada vez que los negocios lo aconsejen, y todo lo demás son ganas de perder el tiempo. Por fin Madrid tenía lo que siempre le había faltado: una genuina identidad, y no de las fundadas en agravios, tradiciones y lengua propia (al contrario: aquí a lo que se rinde culto es al inglés), sino en todo un diseño de lo que sería España a la salida de la crisis.

Mientras que la celebración olímpica definiría para varios lustros la imagen y la marca locales (y lo de la marca goza, como es sabido, de la mayor importancia), la ciudad-casino proporcionaba un programa cultural perfecto –en lo de la cultura se insistía mucho-, y la privatización de hospitales públicos constituía, por su parte, un magnífico anticipo de lo que habría de hacerse en el resto del país cuando mandasen gobernantes totalmente libres de complejos. “España es el problema y Madrid la solución”, se debió de pensar un buen día en ciertos despachos. Es verdad que las tres carabelas de la flota parecen haberse hundido, pero seguramente los astilleros funcionan a pleno rendimiento, de modo que no faltarán alternativas, quizá más siniestras todavía. Conviene, en efecto, no hacerse ilusiones: los madrileños hemos labrado por fin nuestra identidad, y, cuando estos logros cristalizan, acostumbran a durar siglos. La mayor parte de las identidades colectivas suelen suscitar en cualquier cabeza lúcida el deseo de no tener nada que ver con ellas y, más tarde o más temprano, desencadenan eso que aquí se llama vergüenza ajena y en inglés, por algún raro motivo, spanish shame. Sin embargo, la marca Madrid acaso resulte más oprobiosa que otras, aunque sólo sea por la falta de costumbre respecto de toda seña de identidad.

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Es cierto que, hace cosa de treinta y cinco años, Madrid también buscó ser algo identificable para siempre, y creyó lograrlo mediante aquel refrito psicodélico de la cochambre local al que se llamó la movida. Pero, sin quitarle ningún mérito a aquella, es preciso reconocer que la movida presente va mucho más en serio. Algunas ciudades sufren maldiciones históricas muy difíciles de conjurar con la razón. Que la capital del país adquiera el aspecto de un baldón nacional debería quitar el sueño a todo aquel que se preocupe por los destinos patrios. Hoy por hoy, la cuestión madrileña goza de todos los ingredientes para recibir el título de lo que cualquier opinador de pro podría llamar, con la mayor solemnidad, “una patología”. La cuestión tiene por delante un futuro tan prometedor como cualquiera de sus antecesores en la lista de los grandes males del solar hispano, y sería irresponsablemente frívolo quitarle su importancia. Quede registrada tan solo una modesta proposición: bien mirado, trasladar la capital a otro lugar puede ser, en la futura reforma constitucional, un elemento de alto valor simbólico (¿cabe cosa más apreciable?) que, con costes francamente fáciles de asumir, ahorraría otras mudanzas más traumáticas.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es El saldo del espíritu (Herder).

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