_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La precariedad como forma de vida

La falta de trabajo condena a los jóvenes a una vida insegura; muchos no encuentran trabajo fijo y los que lo tienen temen perderlo

Como no dejan de reflejar las encuestas, el paro es el problema que más preocupa a los catalanes y a los españoles desde hace tiempo. Un paro que, aunque se ha atribuido mayormente a la crisis económica, no parece que vaya a revertir por el hecho de que, en términos macroeconómicos, estemos saliendo de la crisis. No tenemos un sistema productivo capaz de dar trabajo a todos los que lo solicitan, ni hay atisbos de que lo tengamos en el futuro inmediato porque eso no se improvisa. Pero lo más grave es que muchos trabajos ya no requieren trabajadores. A la fuerza nos hemos tenido que acostumbrar a tratar con máquinas y no con personas para la más mínima transacción comercial.

Se nos asegura que cada vez más los robots suplantarán a los conductores, recepcionistas, cajeros o teleoperadores. La demanda de trabajo se reduce porque todo lo que se puede automatizar se automatiza. Solo los trabajos que sepan aportar un valor añadido personal sobrevivirán a esta segunda era de las máquinas que es la revolución digital. Cierto que surgirán necesidades nuevas a las que habrá que hacer frente con trabajos y conocimientos imprevistos. Aún así, el presagio del fin del trabajo se cierne especialmente sobre las generaciones más jóvenes, más preparadas para trabajos cualificados, ellos y ellas, pero con más dificultades para ver satisfechas sus expectativas profesionales.

Esta situación de precariedad afecta tanto a la concepción del trabajo como a los estilos de vida personales. De un lado, el trabajo ya no es visto como la maldición bíblica condenatoria. Son los trabajos más mecanizados y serviles los que desaparecen. Hoy el trabajo es un bien básico, un derecho que los Estados de bienestar garantizan a duras penas, compensando su falta con subsidios cada vez más escasos. No poder trabajar es una doble tragedia económica y social. Priva a la persona del medio más imprescindible para satisfacer otras muchas necesidades, y la priva de la identidad que la acredita como individuo independiente y capaz de labrarse un porvenir a su medida.

Pero lo más preocupante es que la falta de trabajo está condenando a muchos, sobre todo jóvenes, a acostumbrarse a la precariedad. Viven en precario los que no encuentran ocupación fija y estable, pero también los que la tienen y temen perderla, una amenaza que planea sobre una gran mayoría de empleados, casi todos excepto los funcionarios que tampoco están viviendo sus momentos más gloriosos. Hemos llegado al extremo de que, en la Universidad, los profesores asociados se han agrupado para ser apadrinados por almas caritativas que complementen su exiguo sueldo inferior a los 400 euros mensuales. Son profesores de Universidad, la mayoría de ellos doctores.

Inevitablemente, la precariedad laboral acaba haciendo precaria la vida entera

Es la pérdida de seguridades que hasta hace poco se daban por supuestas la que está condenando al individuo a valerse por sí mismo y esperar cada vez menos de las políticas y los gobiernos. Estos se sienten a gusto con los principios neoliberales según los cuales es obligación de cada persona hacer frente a su condición precaria y salir de ella por los medios que tiene a su alcance. Bajo la consigna de “¡sed emprendedores!” a los desocupados se les recuerda que son personas libres y se les anima a imaginar formas de introducirse en un mercado que no da indicios de necesitarlos para nada. Innovación, emprendeduría, creatividad, son las palabras mágicas. Y, por supuesto, competitividad dura, porque los puestos de trabajo disminuyen y hay que pelearse para conseguirlos. Ya es habitual que a las escasas convocatorias de la Administración pública se presenten miles de candidatos para cubrir, en el mejor de los casos, un centenar de plazas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Inevitablemente, la precariedad laboral acaba haciendo precaria la vida entera. Socava la autoestima personal cuyo cultivo es imposible cuando faltan las condiciones para construirse un plan de vida y la esperanza de poder realizarlo. Hace que se tambaleen otros bienes como la familia, la vivienda, las amistades, la educación de los hijos, la salud, las pensiones, todo lo logrado gracias al Estado de bienestar, uno de los signos de identidad europeos que no deberíamos poner en cuestión. Trabajar de otra forma y establecer un reparto del trabajo que haga posible que todos trabajen es una de las políticas en la que las clases dirigentes deberían empeñarse, además de incentivar una economía más productiva y procurar que los puentes entre la formación y la empresa sean más sólidos y más efectivos.

Decimos que el trabajo es un derecho, pero lo hemos convertido en un mercado, el mercado laboral, basado en la competitividad. Como ha escrito Enrique Gil Calvo ( La hegemonía de la competitividad, La Maleta, nº 4), “la fraternidad socialdemócrata ha quedado arrumbada en nombre de la competitividad neoliberal”, de tal forma que el eslogan de la revolución burguesa libertad, igualdad, fraternidad ha sido sustituido por el de libertad, igualdad y competitividad. El problema es que quienes deberían mostrar más actitudes fraternales para luchar contra la precariedad de los más débiles son los más poderosos, los que menos piensan en ello. Al resto solo nos queda reclamar que lo hagan.

Victoria Camps es profesora emérita de la UAB

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_