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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tiempo ya no es lo que era

Manuel Cruz

Hasta hace unos años, todavía la forma en la que se autoconvocaban los miembros de una misma promoción de colegio o instituto era a través del correo postal. Uno recibía la consabida carta en la que algún viejo y entusiasta compañero de curso le notificaba la iniciativa de intentar reunir a todos los que terminaron sus estudios el mismo año. Lo de menos ahora es el destino —frustrante para los organizadores por lo general— que solía aguardar a semejante tipo de misivas. Hoy ese mismo proceder, como tantas otras cosas por lo demás, ha pasado a la historia y una iniciativa así se vehicula a través de las redes sociales, especialmente a través de Facebook.

Sin duda se podrían encontrar muchos otros ejemplos de formas de interrelación personal y grupal que se han visto radicalmente alteradas por la irrupción de las nuevas tecnologías y, sobre todo, por su utilización masiva. Pero tal vez este caso en concreto muestre un aspecto específico de las transformaciones en nuestra manera de entender la vida, el paso del tiempo y el vínculo con los otros que últimamente se han producido.

El tiempo ya no hace por su cuenta trabajo alguno. Está en nuestra mano mantener un determinado vínculo o dejar que se pierda

Pensemos, sin ir más lejos, en la forma en la que hasta hace poco mucha gente se refería al hecho de que hubiera ido perdiendo contacto con viejos amigos, compañeros de curso, novias y novios, o incluso primos con los que había compartido juegos en la infancia. Acostumbraba a ser mediante expresiones del tipo “la vida nos ha llevado por diferentes caminos”, “las circunstancias hicieron que dejáramos de coincidir” y otras similares cuyo denominador común parecía ser la idea subyacente de que el paso del tiempo constituye una especie de fuerza sorda, imparable, inexorable, a la que resulta poco menos que ilusorio intentar oponerse.

También esto ha cambiado radicalmente. El tiempo ya no hace por su cuenta trabajo alguno: necesita nuestra autorización. Está en nuestras manos mantener un determinado vínculo o dejar que se pierda por el desagüe del olvido. En realidad, incluso nuestra antigua manera de referirnos tanto a este último como a la memoria han pasado a resultar fuertemente anacrónicas. De afirmaciones tradicionales como la de que la memoria es selectiva, interesada, o la de que el olvido no es algo que dependa de nuestra voluntad, lo mínimo que se puede decir desde la perspectiva actual es que no cabe seguir manteniéndolas tal cual sin introducir significativas puntualizaciones.

Así, hoy hemos ampliado el significado del término memoria para que abarque también a la capacidad objetiva de almacenamiento de datos que poseen nuestras máquinas. Esta ampliación del significado no deja intacto el significado clásico del término, que hacía referencia a nuestra memoria personal, subjetiva, sino que le afecta de manera directa, modificándolo en unos términos que apenas empezamos a vislumbrar. Antes éramos selectivos con los recuerdos entre otras cosas porque no podíamos ser otra cosa: el pasado era algo excesivo, inabarcable, desmesura que convertía en absurda la pretensión de tenerlo presente, ante la vista, en su totalidad. Hoy cualquiera de nosotros tiene en su mesa de trabajo un aparato que hace las veces del Funes borgiano (permitiendo recordar en cualquier momento el más insignificante y remoto de los episodios pretéritos), y muy probablemente ello hace que vayamos descubriendo que no estábamos preparados para ello.

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Por supuesto que ni Twitter ni Facebook ni ninguna otra aplicación imaginable conseguirán hacernos más jóvenes, ni que vuelvan a la vida quienes nos abandonaron

¿Para qué, exactamente? Para la experiencia íntima de que el pasado nunca terminara de desaparecer del todo. De pronto, el olvido ha dejado de depender de ningún agente exterior al que poder endosarle la responsabilidad. Ya no supone el menor esfuerzo retomar el contacto con cualquier persona o grupo a los que se les había perdido la pista: esto, como tantas otras cosas, está solo a dos clicks.

No pretendo sumarme al coro jeremíaco de quienes no cesan de lamentar la pérdida de unas genuinas relaciones personales directas y cálidas, en las que tenía lugar una comunicación intensa, fluida y de alta calidad espiritual, ahora sustituidas por la banalidad insustancial y fría de Twitter y Facebook. Probablemente estemos, desde un punto de vista histórico, en fase de aprendizaje de estos nuevos instrumentos, que acabarán siendo lo que seamos capaces de hacer con ellos. Tal vez importe más el hecho de que gracias a su empleo masivo algunas de las trampas más habituales que los individuos solían hacerse en orden a conseguir cuadrar el sentido de su existencia o soslayar la incomodidad respecto a los propios actos se les han puesto más cuesta arriba.

Acaso la trampa damnificada en mayor medida por todas estas transformaciones sea la melancolía, entendida como la profunda tristeza provocada por esa evocación de lo que pudo haber sido y no fue. Por supuesto que ni Twitter ni Facebook ni ninguna otra aplicación imaginable conseguirán hacernos más jóvenes, ni que vuelvan a la vida quienes nos abandonaron, ni que nuestra existencia pueda regresar según nuestro deseo al punto exacto que ahora añoramos. Pero sí nos facilita una confrontación algo más realista y veraz con un pasado que a menudo nos gusta fabular como mítico para aliviar, en lo posible, la vergüenza del presente. En definitiva: piénsese lo de acudir a esa cena de su promoción.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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