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LA CRÓNICA DE BALEARES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Adiós a la tierra

A cada paso aparecen dominios de maleza, la selva de matojos, garriga y zarzas Es una victoria espontánea, implacable y fruto del abandono

La vida de la sociedad rural se extinguió.
La vida de la sociedad rural se extinguió.TOLO RAMON

Unos nuevos paisajes naturales insulares nacen del desorden, de un fracaso irreversible. A cada paso aparecen dominios de maleza, la selva de matojos, garriga y zarzas arraigan en continuidad. Es una victoria espontánea, implacable y fruto del abandono. Cada invierno se ven muchos menos almendros en flor y los pocos y penúltimos agricultores esquivan los cementerios. Aquellos árboles de la modernidad económica del país —plantaciones de millones de ejemplares— agonizan de pie, ahogados, cargados de ramas viejas y con frutos negros de varias cosechas, sin varear ni recolectar.

Una buena parte de los terrenos se queda sin arar ni sembrar. La tierra de labor es de escaso grosor porque debajo de esta epidermis, a pocos palmos, está la isla, la roca. Sin labradores ni pastores los campos recuperan su condición primitiva, la silvestre, antes de su conquista lenta, esclava, arrancando bosques bajos, extrayendo muchas piedras, alzando paredes.

Los parajes fantasmales crean testigos de la derrota, los troncos de árboles muertos, unos desmelenados, otros hitos rotos de color ceniza. Aquello que fueron higuerales, tan extensos, frecuentes y rentables son leña mala y sin uso. Apenas se ven huertos con alfalfa, que era el verde raro durante medio año. No hay vacas, apenas ovejas y mucho menos cerdos. El panorama refleja una economía antigua que se desarboló, una realidad y una sociedad extintas. El viejo sistema quedó condenado no por ley de vida y la no sustitución natural de la payesía autóctona. Murió por esa inercia del progreso con las costumbres comerciales y económicas, eso de la actualidad y la política.

Cada invierno se ven muchos menos almendros en flor

Se impone el adiós a la tierra que renta sus frutos, aquella que fue cuarteada y ordenada por las herencias y la piedra en seco. No hay manos que cuiden una gran parte de aquello que fue la expresión natural de la vida anterior, la agricultura de secano y poca ganadería tradicional. El valor otorgado a la propiedad del campo reside en la nostalgia, en un cierto orgullo payés de recuerdo de los antepasados que compraron sus finquitas y generaron su capital de subsistencia.

Esas partes no urbanas de las islas se miran ya solo desde el probable rendimiento inmobiliario residencial y quizás una posible capacidad de subvención para cuidar el paisaje y las postales, en lenguaje agrario y turístico. Mantener en cultivo tantísimos minifundios es materialmente imposible, puro romanticismo. Hay que arar, sembrar y cosechar un jardín esencial; podar árboles, ajustar los muros, quitar las zarzas, evitar las plagas. Apenas hay fruto, quizás una saquito de almendras y el rédito orgulloso de dos hileras de tomateras.

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No hay huertos con alfalfa. No se ven vacas, ovejas, cerdos

Durante siglos las Baleares fueron, también, esos cientos de miles de micro explotaciones agrícolas en uso disperso y distante en un mismo municipio. Una renta era la suma de trossos (partes) en propiedad o a medias, desde el medio cuartón hasta las dos cuarteradas. En los mapas accesibles en la red, desde las montañas o en las ventanillas del avión, aún se notan las huellas de los hombres, esos miles de escrituras en damero, a franjas, dados o mallas de muros o líneas de olivos salvajes, acebuches que crecen por el descuido entre los cuatro lindes entre lo de uno y los otros.

Ese reparto fue clave para la subsistencia de una estructura articulada, en cada pueblo, en miles y miles de familias de payeses y pequeños propietarios. Esa extensa población de las clases populares y medias con anotaciones en el Catastro y el Registro de la Propiedad convivió con las élites del capital de las grandes explotaciones de latifundios.

Las fortunas generadas en las posesiones con las cosechas (grano, aceite, almendras, higos, vino, lana, madera, animales) se agigantaron durante más de 500 años con los sistemas feudales de servidumbre y trabajo que algún día alguien explicará bien. Hasta ahora solo se publicó la cara bella, libros y librotes sobre muros, jardines, muebles, escudos y testamentos de esas “fincas señoriales”, posesiones enormes de los herederos de los derechos del reparto de la conquista del siglo XIII.

La micro fragmentación, manteles con cuadrículas marcadas por parcelaciones y segregaciones contemporáneas (establits), facilitaron una clase nueva de pequeños propietarios, los payeses jornaleros o amitgers que adquirieron esos terrenos a crédito. Son cuarteradas y cuartones, segregados, porciones de fincas de aristócratas de apellidos largos que compró y cuarteó Juan March. Muchas de esas piezas son las que se han olvidado.

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