_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una democracia restrictiva

En los últimos años nadie ha violentado libertades y derechos básicos con tanta contumacia como el gobierno del PP

Josep Ramoneda

Permítanme empezar con una obviedad: todo régimen político es un sistema de control social y encuadramiento de la población. Un régimen democrático también, aunque de otra manera. Para empezar, a la población se la llama ciudadanía y los ciudadanos son actores políticos. El sistema democrático reconoce una serie de derechos básicos precisamente para que estos ciudadanos puedan ejercer libremente la acción política. El primer criterio de calidad de una democracia es su capacidad para dar voz a la ciudadanía sin que quede simplemente a beneficio de inventario. La voz se puede limitar por dos caminos: las restricciones legales (la prohibición) y las hegemonías ideológicas y culturales (lo impensable, según el pensamiento dominante en un momento dado).

En España, se ha impuesto la idea de que los gobiernos no tienen otra alternativa que cumplir las directrices de los expertos con denominación de origen

La democracia española se ha ido cerrando progresivamente casi desde que nació. Y especialmente desde que la política ha ido perdiendo autonomía respecto de la economía y se ha impuesto la idea de que los gobiernos no tienen otra alternativa que cumplir las directrices de los expertos con denominación de origen. Thomas Piketty, autor de El capital en el siglo XXI, ha escrito, en un arrebato de optimismo, que “felizmente la democracia nunca será reemplazada por la república de los expertos”. En efecto, así debería ser, porque si la palabra se restringe a unos pocos, uncidos por los intereses económicos de los más fuertes, la democracia deja de serlo. Y, sin embargo, al ver el empeño con que nuestros gobernantes se apuntan al discurso de que no hay alternativa, creo que solo desde un fuerte impulso ciudadano se puede evitar que la democracia quede definitivamente secuestrada por la voz poderosa de unos pocos.

Si en política económica, la respuesta al malestar de los ciudadanos está en los límites que marca la ley de los expertos (“no se puede hacer más que lo que se hace”), en política institucional, la respuesta del Parlamento español a la petición de referéndum del Parlamento catalán se basó en que la ley no lo permite. Es decir, en ambos casos los gobernantes eluden el debate político al neutralizarlo con un argumento técnico. “No puedo, por más que quisiera”.

Esta es la respuesta tanto ante el malestar económico, como ante la reivindicación territorial. Y, sin embargo, es obvio que en ambos casos no quieren. La democracia restrictiva empieza en el momento en que la ley, que siempre tiene un carácter instrumental, se convierte en fin. El fundamentalismo constitucional del PP es una inversión de la democracia, porque el fin no es la ley, el fin es una sociedad libre y abierta que de voz y capacidades a los ciudadanos para desarrollar sus proyecto personales y colectivos.

La ley no lo permite es la expresión de la nula voluntad de entrar en el terreno de la política. Y, por tanto, hace increíbles todas las insinuaciones de negociación política que vienen detrás. La ley no lo permite es un atajo: el camino más corto que permite eludir las verdaderas razones del rechazo: La nacionalista: “somos la nación más vieja de Europa”, dice Rajoy, un argumento simétrico y tan mítico como el que utiliza Artur Mas (“somos una nación milenaria”). La herida narcisista: al cuerpo no se le puede amputar un brazo. El vértigo económico: la solvencia de España sin Cataluña. El miedo a perder la batalla: curiosamente el PP y PSOE se sienten incapaces de ganarla votando. Y la obsesión de no sentar un precedente, que en el fondo es el reconocimiento de que no son capaces de dar una solución al desencuentro.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

El deterioro de la democracia no es exclusivo de España, se nota en todas las democracias europeas en este tiempo de grandes mudanzas, en que los viejos estados naciones demuestran sus limitaciones para la gobernanza cuando el poder económico es global y el político sigue siendo nacional y local, pero tiene características específicas, fruto de hábitos muy instalados. La falta de tradición democrática, en un país que llegó a ella hace 35 años, se nota en los comportamientos de gobernantes y gobernados, en una sociedad poco politizada y en el mito antidemocrático de las mayorías silenciosas (herencia ideológica directa del franquismo).

Hay losas del pasado que siguen pesando mucho: falta de cultura del servicio público, sumisión del poder legislativo y del poder judicial al ejecutivo, jerarquización de las organizaciones políticas, idea patrimonial del gobierno del Estado. Desde esta cultura política, la tendencia es responder a los desafíos ciudadanos desde el autoritarismo y desde el desdén. Decir no, por principio. Y criminalizar todo aquello que ponga en duda la democracia restrictiva: ya sea los movimientos sociales surgidos de los destrozos de la austeridad o un movimiento independentista como la ANC, que parece concentrar ahora todas las iras de los defensores del status quo. ¿Vuelve la caza de los agentes de la subversión?

Las cosas por su nombre: en los dos últimos años en este país nadie ha violentado libertades y derechos básicos con tanta contumacia como el Gobierno del PP, que con el BOE en la mano (educación, orden público, código penal, aborto) está promoviendo una verdadera restauración conservadora.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_