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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desprecia cuanto ignora

Para el PP y el PSOE el actual escenario catalán no tiene causas; es fruto de una enajenación colectiva que solo merece desdén

Desde su inauguración en 1850, el hemiciclo de la madrileña carrera de San Jerónimo ha presenciado decenas de debates acerca de la llamada cuestión catalana”, pero ninguno como el del pasado martes. Sin embargo, no estoy nada seguro de que el grueso del establishment político, intelectual y periodístico español sea consciente de la excepcionalidad de la sesión que tuvo lugar el 8 de abril por la tarde.

Durante un siglo y pico, la mayor parte de ese establishment ha rechazado casi todas las demandas políticas procedentes del catalanismo con un doble resorte argumental: descalificarlas como “separatistas”, y desdeñarlas por artificiosas, ficticias, ilusorias. Y ello, comenzando en los tiempos de Sagasta y terminando en los de Rajoy, con paradas bajo los gobiernos de Moret, Maura, Romanones, Ricardo Samper o José María Aznar, por poner solo una muestra de gobernantes parlamentarios.

Las Bases de Manresa eran, según los portavoces de aquel establishment, puro separatismo. Solidaritat Catalana (la coalición que convirtió las elecciones de 1907 en un plebiscito autonomista y obtuvo 41 de los 44 diputados por Cataluña) fue descrita despectivamente por el presidente Maura como un montón”. La Mancomunitat (apenas una diputación provincial multiplicada por cuatro) escondía tan arteras intenciones secesionistas, que le fue negado el más mínimo traspaso de competencias estatales, y al fin fue liquidada.

El proyecto de Estatuto de 1919 pretendía “hacer jirones la inconsútil soberanía de la patria”. El de 1932 no aspiraba a otra cosa que a “preparar, para un porvenir más o menos próximo o lejano, una separación completa, total”. En cuanto al de 2006, suponía “el primer paso en el desguace de España” y era “el Estatuto de la ruptura y de la insolidaridad”, además de favorecer la poligamia y transformar Cataluña en otra Corea del Norte.

A fuerza de repetirlas, las largamente infundadas acusaciones de secesionismo han acabado convirtiéndose en una profecía autocumplida

A fuerza de repetirlas, las largamente infundadas acusaciones de secesionismo han acabado convirtiéndose en una profecía autocumplida: ahora sí, por primera vez en la historia moderna, existe en Cataluña una vasta mayoría que reivindica el derecho a determinar el futuro estatus político del país, y tal vez un 50% de ciudadanos que apuestan sin ambages por la independencia.

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Pero esta novedad trascendental —que los representantes del Parlament trasladaron al Congreso— no parece haber sido comprendida, interiorizada, por la clase dirigente española. Durante el debate de esta semana, no hubo ni en las filas del PP ni en las del PSOE el menor asomo de autocrítica sobre las respectivas políticas en relación a Cataluña a lo largo de los últimos lustros, ninguna asunción de responsabilidad en la génesis del divorcio. El escenario actual no tiene causas, es fruto de una enajenación colectiva que solo merece desdén. En lugar del “montón” de Maura, la “locura” de Rajoy; ya se les pasará...

Así pues, el presidente del Gobierno redujo su esperada intervención a un repertorio de respuestas mecánicas y frases huecas (“amo a Cataluña como algo propio”), sin dejar —mal que les pese a los exégetas de la tercera vía— el menor resquicio abierto a la política. En cuanto al portavoz del PP, Alfonso Alonso, el argumentario de sus turnos de palabra fue el propio de las ponencias de FAES o de las terceras del diario Abc: en ningún momento se refirió a Cataluña como a otra cosa que una “comunidad autónoma” —ni siquiera “nacionalidad”, que está dentro de la Constitución...—; y, aunque no se atrevió a tachar al soberanismo de “burgués” —hubiese sido gracioso, en boca de un señorito de Vitoria y teniendo enfrente al exlíder de Comisiones Obreras, Joan Coscubiela—, sí asoció las demandas catalanas con los apetitos de las “élites locales”. Locales, ¡qué poca cosa para quienes gobiernan el mundo!

El socialista Pérez Rubalcaba exhibió las destrezas que tiene bien acreditadas: estuvo escurridizo, sinuoso entre, por un lado, la comunión con el PP en su consociada defensa de la unidad de España frente a pretensiones autodeterministas; y, por otro, la oferta de una alternativa llamada reforma federal de la Constitución. El problema es que, por mucha habilidad dialéctica que se posea para hacer de “policía bueno”, esa oferta federalista resulta algo tardía, imprecisa y, sobre todo, imposible de llevar a la práctica sin el consenso de un PP que la rechaza de plano. ¿O a alguien le ha quedado alguna duda?

En nota al margen, déjenme decir que el líder del PSOE también me pareció algo extemporáneo y teatral —o hipócrita— en su reacción herida ante la referencia de la republicana Marta Rovira a la defenestración política de Pasqual Maragall. ¿Vamos a negar ahora que la caída de este fue urdida de consuno entre la Moncloa de Zapatero, Ferraz y Nicaragua? ¿Ignora Pérez Rubalcaba que el alejamiento, primero moral y luego físico, entre aquello que representó en Cataluña el maragallismo y la ortodoxia socialista es algo consumado desde hace años, y que contribuye a dibujar el paisaje actual?

En fin, es triste que la única presencia del PSC en el debate fuese por algunas alusiones de Esquerra o de Iniciativa.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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