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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Se van pero volverán

Las Fallas son un acontecimiento molesto y sin expectativa de cambio

Además de una atrocidad cultural de mucho calibre, las Fallas son también un acontecimiento muy molesto y sin expectativas de cambio alguno. Por eso resulta sorprendente que las autoridades del asunto hayan tenido la osadía plañidera de solicitar a quien corresponda que se declare la fiesta Patrimonio Cultural de la Humanidad. Menudo patrimonio, vaya una cultura, pobre humanidad. Reto desde aquí a Rita Barberá y sus secuaces a que a partir del año próximo monten esta jarana de casi un mes de duración en Barcelona o en Bruselas, en París o en Ámsterdam. Pero nada de una fallita simbólica amparada por el Instituto Cervantes o de disparar un castillito de nada ante la puerta de Brandenburgo, no: trasladar la fiesta entera a cualquier ciudad europea medianamente civilizada, a ver cuánto duraba el jolgorio. Tal vez en Crimea, pero sospecho que tampoco lo aceptarían. Una fallerina, incluso una falla, tal vez podrían tener cierta gracia en el exterior como muestra de una rústica excentricidad, pero miles y miles de falleras, falleros, bandas de música y otro allegados desfilando hacia la catedral de San Patricio en Nueva York a fin de entregar un ramito de flores a la imagen de una virgen podría pasar por un asalto de aborígenes que habría de ser disuelto por la Guardia Nacional.

Ahora que el fuego purificador (por recurrir a una de esas tonterías tan del gusto del mundillo de las Fallas, ya que el fuego no purifica nada, solo destruye en medio de una humareda asfixiante) ha exterminado por fin la totalidad de los monumentos falleros (para algo positivo tendría que servir), ante la llantina incontrolada de sus incondicionales, no sin antes dejar las calles y plazas de la ciudad hechas una mierda, es el momento de decir que esa demostración de prevalencia de lo rural sobre lo urbano no sirve absolutamente para nada, aparte de los negocios de hostelería y la venta de manteletas; que el alma valenciana, si es que tal cosa existe, ni se ensancha ni se encoge por la celebración de ordalías de esta clase; que disfrazarse durante unos cuantos, demasiados, días con una vestimenta que ni es tradicional ni nada es cosa de payasos carnavalescos añorantes de un pasado más que dudoso; que no hay duda de que la fiesta proporciona trabajo a mucha gente, aunque eso no sea obstáculo para asegurar que molesta a mucha más; que el respeto por la tradición no incluye de manera necesaria la grotesca pamplina de una despertà, pues casi todos estamos ya despiertos cuando empiezan con la matraca de las traquitas; que la manía global de la maldita fiesta, porque afecta a toda la ciudad durante todas las horas de muchos días, se alimenta de manera necesaria de los botellones incontrolados de los jóvenes que encuentran en ella el pretexto perfecto para ponerse ciegos sin reparos, y que ya está bien de tanta broma a cuenta de nuestra identidad festiva. Una fiesta de origen rural, de celebración rural, de resistencia rural que molesta más que divierte. ¿Para cuándo un falleródromo global en el inútil Museo de las Ciencias?

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