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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un espejo en Crimea

El respeto a la integridad territorial y a la soberanía de la nación ucrania choca con el derecho a decidir en Crimea

Lluís Bassets

Crimea quiere adelantarse a Escocia. Su Gobierno anunció inicialmente un referéndum de autodeterminación para el 25 de mayo, coincidiendo con las elecciones presidenciales ucranias. De una semana a otra, el referéndum ya se ha adelantado y ahora se prepara para el 30 de marzo. Es probable que no llegue a celebrarse, pero no porque lo impidan las autoridades de Kiev, impotentes ante la presión de Moscú, sino porque su Parlamento regional puede solicitar antes, y quizás sin necesidad de consulta popular, su segregación y la independencia o, incluso, algún tipo de relación de integración con Rusia.

La crisis ucrania ha levantado un nuevo juego de espejos para que los soberanistas catalanes puedan mirarse y situarse mejor en el mundo en que viven. Hasta ahora el único espejo que funcionaba era el escocés, perfectamente instalado en la normalidad europea del Estado de derecho, la democracia representativa y las libertades públicas. Allí habrá un referéndum acordado entre los Gobiernos de Londres y Edimburgo. El debate se mantiene dentro de niveles muy limitados y razonables de confusión y demagogia, que tienen su mejor reflejo en la acotada atención que le prestan los medios de comunicación y en la escasa o nula crispación que se observa entre dos opiniones públicas, la inglesa y la escocesa, que ni siquiera aparecen como mundos divergentes o segregados.

Todo lo contrario es lo que ofrece a los catalanes el espejo ucranio y, en especial, el que ofrece Crimea. Allí los nacionalismos, el ucranio y el ruso, siguen siendo el motor de la historia, y no precisamente para bien. Allí aparece en toda su dimensión la contradicción irresoluble entre la integridad de las fronteras y el mantenimiento del statu quo internacional por una parte y por la otra el derecho de los distintos pueblos a decidir su futuro, discutible fórmula posmoderna del clásico derecho de las nacionalidades a la libre autodeterminación. Y todo esto sucede en un clima de guerra civil y de amenazas de intervención armada por parte de Rusia, con el país al borde de la bancarrota, con violencia y víctimas mortales en las calles y ruptura de lo que queda de legalidad por todas las partes en conflicto.

En el caso de Crimea, región autónoma ucrania de mayoría rusa, el caso es todavía más especial y notable. La península ha pertenecido a Rusia desde 1782, cuando Catalina la Grande se la arrebató al imperio otomano, hasta 1954, cuando Moscú se la regaló a la República Socialista Soviética de Ucrania. Aunque desde 1991 quedó separada de Rusia por la desaparición de la URSS y la independencia de Ucrania, Crimea sigue siendo plenamente rusa desde el punto de vista cultural y sentimental, principalmente desde la Guerra de Crimea (1853-56), cuando Rusia fue derrotada por Francia, Inglaterra, el imperio Otomano y la Italia incipiente de Cavour. La caída de Sebastopol, tras un asedio de 11 meses, forma parte de la épica nacional rusa, fijada en el imaginario nacional por el propio León Tolstoi. Orlando Figes ha señalado que a partir de “esta gran derrota, los rusos han construido un mito patriótico, una narración nacional sobre el heroísmo generoso, la resistencia y el sacrifico de su pueblo” (Crimea. The Last Crusade. Penguin, 2010).

Pero lo más grave es que Crimea es mayoritariamente rusa, aunque se halle en Ucrania, solo desde 1944, cuando Stalin transformó su demografía al deportar a la entera población tártara, además de las minorías griega, búlgara y armenia, en una de las más cuidadas y criminales operaciones de limpieza étnica de la historia. Los tártaros han ido regresando y forman ahora el 12% de la población. Son una minoría en su propia patria y prefieren, naturalmente, preservar su autonomía singular dentro de Ucrania. El derecho a decidir va a favor de los rusos, la población mayoritaria de la península gracias al derecho de conquista y a la limpieza étnica. Según sabia apreciación de Hélène Carrère d'Encausse, “al integrarla en Ucrania en 1954 para celebrar el tricentenario de su absorción por Rusia, Nikita Jruschev, con espíritu previsor, se desembarazaba en favor de los ucranios de la responsabilidad de arreglar la reinserción de los tártaros en su patria el día que se planteara” (L'Empire d'Eurasie, Fayard, 2005).

Hay espíritus ingenuos que buscan comparaciones y encuentran inspiración en cualquier parte, también en Crimea, pero es evidente que la erupción de este nuevo volcán nacionalista perjudica a la imagen de los nacionalistas occidentales, a pesar de que intenten mantenerse ajenos y distantes respecto al etnicismo que hemos visto en este segundo efecto retardado de la implosión del imperio soviético. También contribuye a que la diplomacia internacional asocie las reivindicaciones soberanistas con un indeseable aumento de la inestabilidad. Y, naturalmente, a que se refuercen las posiciones de quienes propugnan el respeto escrupuloso de la legalidad, la integridad territorial y las fronteras internacionales, así como la resolución amistosa y pactada dentro de los actuales Estados de los conflictos internos con sus minorías o con sus regiones con personalidad nacional propia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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