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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La borrasca de la corrupción

Es urgente una regeneración que incluya cambios en los órganos de control de las finanzas públicas y de los partidos

El viernes 21 de febrero el Gobierno aprobó dos anteproyectos de ley: el de control de la actividad económico-financiera de los partidos y el de la regulación del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado. Pasada una semana, y pese a haber entrado ya en Congreso, se desconoce su articulado. Por el momento, deberemos contentarnos con el destilado propagandístico gubernamental. Parece recurrirse a lo de siempre: al pensamiento mágico-legal, en cuya virtud una ley lo arregla todo. De medios y voluntad, ni se habla. Ya se sabe: si se quieren resultados diferentes, hay que hacer cosas diferentes. La pregunta entonces es: ¿se quiere lo que se dice querer?

Como recientemente puso de manifiesto el CIS, los españoles consideran el paro, la corrupción y la política y los políticos como los tres problemas más importantes. Pero el debate del estado de la nación no fue generoso con estas cuestiones: algo mencionó el presidente sobre corrupción; el líder de la oposición lo hizo una sola vez y para crear… una comisión. Dos menciones hizo el primero a la financiación de los partidos políticos; ninguna el segundo.

Desde mi punto de vista, el quid de este apenas bisbiseo sobre la corrupción no se debe tanto a obviar el cansino “y tú más”, sino a pautas muy arraigadas en el quehacer político. Son otros los indicativos que determinan la —me temo que solo nominal— regeneración democrática. En primer lugar, para nada se ha hablado del gran mal de la democracia española visiblemente esclerotizada. Este mal es la vigente ley electoral. De un lado, su cariz falsamente proporcional —para el Congreso— y falsamente mayoritario —para el Senado—; de otro, el parasitismo de las cúspides partidarias hacen del diputado y senador un aprietabotones. Es una exageración, pero no está lejos de la realidad. Sin una ley electoral que permita que el votante se identifique son su representante, ninguna renovación es posible. Los partidos en España, como maquinaria de poder, tienen amordazada la vida realmente democrática.

La regeneración debe seguir, de haber voluntad, por la financiación de dichas maquinarias. Al margen de medidas elementales —vergüenza da ponerlas en papel, como prohibir la condonación de créditos bancarios—, las fundaciones de los partidos siguen campando por sus respetos; incluso algún partido regional las ha extraterritorializado, y no parece que para facilitar su ya de por sí vaporoso control. En este contexto, un Tribunal de Cuentas, que, como ha declarado no hace mucho el Tribunal Supremo, incumple su propia ley orgánica y tiene más personal eventual que de plantilla, no es el mejor guardián. A ello se añade su exasperante lentitud; en muchos casos, cuando emite su dictamen, las eventuales responsabilidades ya han prescrito. Habrá que ver qué dirán las nuevas leyes al respecto.

A día de hoy, el partido que sustenta el Gobierno tiene todos, absolutamente todos los órganos de control, constitucionalmente independientes, copados

Otro mal lacerante para una vida democrática real y sana es la independencia de los organismos de control y que en el ámbito de sus competencias no tenga más límite que la ley. Pues de eso, nada. A día de hoy, el partido que sustenta el Gobierno tiene todos, absolutamente todos los órganos de control, constitucionalmente independientes, copados, tanto por simpatizantes y ex militantes como por militantes que se jactan sin arrobo de tal militancia en funciones de control. Desde el Tribunal Constitucional hasta la Defensora del Pueblo, pasando, otra vez, por el Tribunal de Cuentas, ese es el degradado panorama.

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El único mecanismo de control que no se puede, a su vez, controlar políticamente, el Poder Judicial, es objeto de acoso y derribo: desde la instauración de tasas que impiden un acceso real a la tutela judicial efectiva, hasta la reducción de efectivos judiciales y del ministerio fiscal, y de medios de apoyo, a lo que hay que añadir la carencia de una policía judicial auténtica que incluya técnicos avezados en la averiguación de delitos económicos y de corrupción. Se dirá que existe apoyo administrativo; cierto, pero este ni es orgánico ni depende de los jueces: los funcionarios son removidos en función de, acaso, intereses legítimos, y así se crea el insoportable retraso en la Administración de Justicia.

Siendo todo lo dicho de no poca importancia, persiste una ominosa realidad: la falta de reacción de los partidos ante la corrupción. Por un lado, puertas giratorias incluidas, existe una necesaria promiscuidad con el sector privado —sin él no habría corrupción—. Por otro, una tardanza en la depuración de la corrupción política y partidaria cuando es denunciada… por los medios. La resistencia a asumir responsabilidades de acción y de omisión resulta lacerante. Cuando al final se admite, en general tras la imputación judicial, el presunto corrupto es apartado de la función partidaria y es enviado no a su casa, sino a un cargo público, de representación normalmente, para así conservar una remuneración pública y un aforamiento que, hoy, por suerte, no sirve de nada. Así, para nuestra desgracia, están las cosas. No se atisba en el horizonte que la borrasca de la corrupción y la ineficiencia vayan a dar paso a una cierta bonanza democrática.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la UB

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