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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Abajo el nacionalismo lingüístico

Los desprecios al catalán conculcan el Tratado de la UE y amenazan al mercado cultural interior español

Xavier Vidal-Folch

Sólo hay un nacionalismo más insidioso y brutalista —a veces violento— que el catalán: el español. De entrada, secuestra el nombre de las cosas. Y antes que nada, del idioma. Ocurrió en Aragón, con la nueva ley de lenguas que omite la palabra "catalán", el idioma utilizado en la Franja, para sustituirlo por el circunloquio "lengua aragonesa propia del área oriental", el lapao.

Sucede con las actuales andanadas de la Generalitat Valenciana a la Acadèmia Valenciana de la Llengua, por definir el valenciano como lo que es. A saber, una "lengua románica hablada" allí; y en otros lugares, como Cataluña y Andorra, "donde recibe el nombre de catalán".

En Valencia y Aragón, al despojar de su nombre al catalán, se le desnaturaliza y relega a residuo particular, opcional y nada-comprensivo

La cuestión nominalista no es baladí. "El nombre que se da a una lengua estándar suele derivar de una operación de planificación", describe el catedrático madrileño Juan Carlos Moreno, de la Universidad Autónoma de Madrid, en su estupendo y recomendable libro, El nacionalismo lingüístico, una ideología destructiva (Península, 2008). Moreno nos recuerda que al toscano o florentino se le llama italiano para afianzarlo como lengua común, "que se pretende implantar de modo generalizado, impositivo y omnicomprensivo", ese paralelismo con castellano y español.

Con el catalán en Valencia y Aragón la secuencia es clavada, pero inversa: al despojarle de su nombre, se le desnaturaliza y relega a residuo particular, opcional y nada-comprensivo. En las Islas Baleares, la marea verde del pasado otoño denunció espectacularmente otro modo de jibarización del catalán, la rebaja de su uso escolar, concomitante con la de la ley Wert. Bajo estos tristes eventos palpitan, implícitas, "tres ideas clave del nacionalismo lingüístico" repertoriadas por el profesor madrileño: el pretendido "carácter intrínsecamente superior de la lengua nacional", su función de instrumento "unificador" y la suposición de que "una vez desaparecido el Imperio, se puede mantener la lengua como inductora de un imperio espiritual".

En todos esos casos se ningunea la pretensión plurilingüista, aunque sea limitada a compartimentos territoriales estancos, de la Constitución. Y se atenta frontalmente contra el Tratado de la Unión Europea, por el que toda ella (también sus Estados miembros) "respetará la riqueza de su diversidad cultural y lingüística y velará por la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural europeo" (art. 3.3). Subrayen: "respetará". Nada de "enmascarará".

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Simultáneamente a esta recua de desprecios, tanto la Generalitat valenciana, primero, como el Gobierno, pugnan por la vía administrativa (y ya van ganando), para silenciar las emisiones en Valencia de Catalunya Ràdio y TV-3. Son unos medios poco ejemplares en cuanto a pluralismo político, pero muy preciosos para el pluralismo lingüístico. Más ahora que Canal 9, tan genuflexa ante el sesgo mafioso del poder local —pero en valenciano: contrapunto de diversidad cultural— ha cerrado tras orgías de despilfarro.

Habrá que volver a reivindicar el mercado interno español como hicieron los catalanes del XVIII y del XIX, y no como intentan parcelar algunos bonachones soñadores de la endogamia

Por el raíl del rábula burocrático, los salteadores contra la lengua catalana quizá no se percatan de que están atentando también contra la unidad del mercado lingüistico español, incluida la industria editorial. La lengua es un bien espiritual, pero también una mercancía, y ha de poder circular libremente: en eso consiste un mercado interno. No en la uniformidad del monolingüismo.

Habrá que volver a reivindicar el mercado interno español —esta vez aplicado a la cultura y su diversidad—, como hicieron los catalanes del XVIII y del XIX, y no como intentan parcelar algunos bonachones soñadores de la endogamia.

Fueron los catalanes los inventores del mercado nacional (español), y por eso la patronal catalana se llamaba, cuestión nominalista, Fomento del Trabajo Nacional; y el primer sindicato catalán, era la anarquista Confederación Nacional del Trabajo: predicamentos nacionales de la nación de naciones (española).

Quizá algunos chavales duden de esto. Sepan que fue un catalán, Laureà Figuerola, quien en 1868 arrumbó las 80 monedas distintas existentes en la península y creó un mercado monetario único, basado en la peseta. Ello ocurría tras la supresión de los aranceles interiores (unión aduanera), en fecha muy tardía, 1841.

Lean a Josep Fontana (Cambio económico y actitudes políticas..., Ariel, 1973) y a Miquel Izard (en El comerç en el marc econòmic de Catalunya, La Magrana, 1983) y verán que en el XIX era más fácil y barato traer trigo a Barcelona en barco desde Charleston (EEUU), que desde Zaragoza en tren, y cómo fueron sobre todo los burgueses catalanes quienes empujaron para crear el mercado único de productos y servicios.

Pues bien, sólo una irrupción semejante, decidida, continua, inasequible al desaliento e intransigente con la propia fatiga y con las tentaciones al escapismo centrífugo puede lograr hoy algo semejante en el ámbito de las lenguas: un mercado cultural interno basado en la riqueza de idiomas diversos, y ampliamente cooficiales, no solo en sus rincones. De forma similar a lo que ocurre en Suiza. En esto sí es admirable.

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