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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Con plomo en las alas

Acusar al presidente de la AVL y a la consejera de Educación es felonía y deslealtad

Como bien saben los lectores, el guirigay acerca del nombre y naturaleza de la otra lengua del país, el valenciano o catalán, es una variante de sarpullido político cíclico que aparece en sintonía con las citas electorales. Se trata —como siguen sabiendo— de un recurso indecoroso y mortificante que el PP agita para encender provisoriamente los ánimos del sector más emocional y menos ilustrado de su clientela. Después pasa y apenas deja huella, si soslayamos el ridículo que como comunidad hacemos ante los medios académicos o los meros observadores foráneos que se amenizan con el enredo de este conflicto surrealista tan nuestro.

Esta semana, y a propósito de la presentación del Diccionari de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL), hemos asistido al primer acto del esperpento que se acaba de escenificar. Obviando los detalles subalternos resulta que el Molt Honorable Alberto Fabra, al parecer cautivo del estamento más blavero, discrepa de algunas descripciones que se contienen en la mencionada obra y que se juzgan proclives a las tesis catalanistas. Una deslealtad y acaso una felonía que se imputa al presidente de la citada corporación de sabios y a la misma consejera de Educación y Cultura, María José Català —vaya apellido para la ocasión—, tibios uno y otra, según Presidencia, a la hora de reprimir el gusto de los académicos por la coherencia con la ciencia y la historia. En el caso de la consejera no nos extrañaría que el reproche tuviese algo o mucho que ver con su emergente perfil de posible alternativa al actual jefe del Consell, más desahuciado como tal cada día que pasa. Solo faltaba —y no ha faltado— que el Consell Juridic Consultiu, llamado in extremis para enmendar el entuerto, se haya sacudido el asunto remitiéndoselo a la instancia competente, la Acadèmia.

Por desgracia, este sonrojante episodio no tiene visos de diluirse mediáticamente. Podemos creer que la Generalitat y el partido que nos gobierna estén interesados en prolongar su actualidad por más aburrido y engorroso que sea. A la postre, no tienen otra cosa de la que hablar y tratar de interesarnos, huero como el gobierno autonómico está de propuestas y proyectos. Este es un gobierno agotado, con plomo en las alas y condenado a representar el paripé de que funciona mientras cada mañana se desayuna —nos desayunamos— con la noticia e imagen procesal de uno o una nueva docena de los suyos acusados por corrupción y desmán económico. El riesgo de que la cantidad de procesados no se traduzca en banalidad es el contraste criminal de estos depredadores con el panorama de miseria y dolor que se expande entre las gentes, por más trolas y embelecos que nos prediquen. Así las cosas casi es un descansadero que el debate público se ciña a temas parafilológicos y especulemos acerca de si los neandertales ya balbuceaban nuestra lengua matriz.

Por fortuna, el envés de esta situación es el ascenso de los partidos de la oposición, alentados por los muestreos demoscópicos y la confirmación que se percibe en la calle y en los mentideros políticos. Llámese tripartido, tridente o triglicérido —como se guasea un crítico carca— la izquierda llama a la puerta del poder, aunque solo sea para administrar con honradez y seny el cenagal de miserias y despropósitos que recibirá como legado. Las inminentes elecciones europeas pueden decantar un indicio claro de cambio, pero el que realmente necesitamos es el autonómico, en poco más de un año.

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