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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hablemos de Madrid

No sobre el Madrid empresarial del metafórico “palco del Bernabéu” donde coinciden virtualmente reguladores y regulados del mundo financiero y económico. Ni sobre el Madrid político en el que Génova y Ferraz —según titulares de este periódico— solo se aproximan para tratar de la cuestión catalana. Tampoco sobre el Madrid que se pronuncia en las encuestas en favor de una clara recentralización territorial y prefiere vaciar de competencias a su propio gobierno autónomo para devolverlas al Estado (Encuesta CIS 2012). Ni sobre el Madrid electoral que desde hace años viene dando contundentes mayorías conservadoras, más amplias que las logradas en Cataluña por el nacionalismo de centro-derecha.

Hablemos, aunque sea por unos minutos, del Madrid que ha combatido durante meses un proyecto clave del gobierno autónomo del PP, ha obligado a dimitir al consejero del ramo y ha llevado a su presidente a renunciar —al menos por ahora— al intento de entregar hospitales y centros de atención sanitaria a la gestión mercantil. El hecho es trascendente y significativo. Por el asunto y por sus protagonistas.

La privatización sanitaria imponía un modelo que concibe la salud como una mercancía en lugar

Lo que el asunto plantea es en realidad el alcance y la supervivencia del Estado social proclamado en la Constitución de 1978, una constitución ignorada en sus aspectos sociales y económicos por los mismos que la invocan enfáticamente cuando se ocupan de la cuestión territorial. Lo que se ventila en un traspaso progresivo de los servicios sanitarios a la gestión mercantil es la paulatina conversión del derecho a la protección de la salud que corresponde a cada miembro de la comunidad democrática en una mercancía que se vende y se compra. De esta manera, es la salud lo que se privatiza. Es decir, deja de ser un bien público que hemos de preservar entre todos en beneficio de la comunidad para convertirla en “un bien privado que depende de uno mismo”, tal como manifestaba con descarada crudeza el conseller de Salud del actual gobierno de la Generalitat. Remataba esta expresión descarnada de sus convicciones afirmando que “no hay derecho a la salud porque ésta depende del código genético de la persona” (EL PAÍS, 25/10/2011). Con lo cual enmendaba la plana no solo a nuestra maltrecha Constitución (art. 43), sino a la Carta de Derechos Humanos de la UE (art. 35) o al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de NNUU (art. 12).

Negar el derecho a la salud como principio doctrinal —abiertamente declarado por el consejero de CiU o camuflado de modo más discreto— conduce a estrategias privatizadoras de servicios sanitarios. La necesidad innegable de obtener la máxima eficiencia en los recursos aplicados a las políticas de salud se equipara dogmáticamente con la entrega de la gestión de dichas políticas a actores empresariales. Son actores inclinados a asumir solo los servicios de resultados económicamente menos arriesgados, beneficiándose además del conocimiento de profesionales cuya formación y reciclaje permanente se ha sufragado y se sufraga con recursos públicos.

Por todo ello es trascendente la batalla sanitaria de Madrid. Porque está en juego no solo la aplicación de unas determinadas técnicas de gestión, sino una intencionada concepción de la salud y con ella la de unos derechos sociales cada vez más amenazados de reconversión solapada en mercancía.

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En Madrid se ha demostrado que la demolición puede ser detenida.

Es importante además identificar a quienes han cargado con el peso de aquella batalla y han sido sus protagonistas destacados. Lo han sido en alguna medida los partidos de la oposición. Pero el impulso principal de la resistencia ha corrido a cargo de una amplia coalición de entidades, colectivos profesionales y vecinales capaces de sensibilizar a la opinión pública sobre lo que estaba en juego y sobre lo que la ciudadanía podía perder si prosperaba el proyecto del PP madrileño. Esta movilización ha echado mano de un amplio repertorio de instrumentos y los ha empleado en escenarios diversos: en la calle, en los medios de comunicación, en los centros de trabajo, en los tribunales. Hombres y mujeres que —según decían ellos mismos—, "no entienden de política ni quieren saber nada de ella, han ejercido políticamente como ciudadanos, es decir, como corresponsables del bienestar colectivo.

La “marea blanca” de Madrid se suma a otras movilizaciones sociales, entre las que ha adquirido relevancia especial la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Adoptan formas de acción que combinan la presión desde la calle con el empleo de los recursos legales y judiciales disponibles. Demuestran que la democracia representativa no es suficiente, aunque no quieren prescindir de ella. A la vez, revelan que es posible corregir las aparentemente imparables estrategias de vaciado de lo político y de expansión de lo mercantil. Con el pretexto de la necesidad de “adelgazar administraciones” como si a ellas correspondiera la responsabilidad total y exclusiva de la crisis provocada por el capitalismo financiero, se han puesto en marcha “reformas” que son en realidad “demoliciones” de un edificio de derechos sociales y laborales trabajosamente conseguidos. En Madrid se ha demostrado que la demolición puede ser detenida. Hablemos también de este Madrid.

Josep M. Vallès es profesor emérito de ciencia política (UAB)

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