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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

División y discordia

Josep Ramoneda

Descalificación del adversario, desprecio al discrepante, reacción paranoica ante las críticas, y tendencia a prohibir, en vez de resolver, los problemas que incomodan. Son estas algunas constantes de la retórica espontánea de los políticos. Este fin de semana el PP ha celebrado su convención en Valladolid. Los convocados entraban debidamente confesados. La consigna era: triunfalismo económico, exaltación de la unidad del partido, y pasar de puntillas sobre todo lo demás. Es decir, silencio sobre la crisis social (que el PP se niega a ver), las movilizaciones (que le han infligido dos derrotas importantes en Gamonal y en la Comunidad de Madrid), la cuestión catalana y los temas que más dividen al partido popular y a su electorado: el final de ETA y el proyecto de ley del aborto.

Puesto que es difícil prohibir la realidad, los temas no deseados no han podido ser silenciados del todo. Así Ruiz Gallardón, presionado desde la calle, dijo que “no habrá ni un insulto, ni un grito” que le haga abdicar de sus proyecto sobre el aborto. Para el ministro los argumentos de los que están contra su ley, es decir, de los que defienden derechos vigentes hoy en España y en la mayor parte de Europa, son insultos y gritos. ¿Esto es una manera respetuosa de atender las razones de los demás? ¿O es la expresión del autoritarismo del que quiere imponer su visión antropológica a toda la sociedad?

Rajoy ha sobreactuado con un ataque a Rubalcaba más propio de un sargento chusquero que de un registrador de la propiedad

El miedo a explicar el proyecto político, convierte el ritual político de exaltación del partido en pura y vacía propaganda. La Convención del PP ha tenido tan poco grosor político como la entrevista a Rajoy en Antena 3. Y en estos casos la ausencia de política se sustituye por la exaltación de la propia obra y las agresiones a los adversarios, para entusiasmo de la feligresía, conforme a la concepción de la política como el juego del amigo y del enemigo. En vez de orientar a la militancia y a la ciudadanía sobre los problemas en curso y los caminos para resolverlos, Mariano Rajoy se ha dedicado al autobombo —de dudoso gusto ante la realidad social española— y ha sobreactuado con un ataque a Rubalcaba más propio de un sargento chusquero que de un registrador de la propiedad: “O te callas o reconoces el mérito”, al PP, por supuesto. Débil debe sentirse Rajoy como para acudir al matonismo y echar mano todavía del discurso de la herencia recibida.

¿Novedades de la Convención? Ninguna. Vagas promesas de bajada de impuestas (como si la ciudadanía, después de lo vivido, todavía creyera en los Reyes Magos) y exaltación de la unidad (que es lo que más se oye cuando las discrepancias alcanzan a la familia). Rajoy dice que combatirá todo lo que siembre discordia o divida los españoles. Puede empezar por su propia casa: mandando al limbo el proyecto de ley del aborto, reconociendo la crisis social y rectificando las medidas que han condenado a la pobreza a millones de personas, o tratando con el respeto que merece a una proposición de un parlamento autonómico avalada por los dos tercios de sus diputados.

No explica su proyecto porque es inconfesable y juega a no hacer política para disimular la que hace
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¿Por qué no explica su proyecto político? Porque es inconfesable. Rajoy juega a no hacer política como modo de disimular la política que está haciendo. Rajoy ha aceptado acríticamente la agenda de liquidación de derechos básicos de los ciudadanos (en salud, en trabajo, en educación) que cambia por completo las relaciones sociales, desboca las desigualdades y la exclusión y nos conduce a una sociedad en la que tener trabajo ya no es garantía de vida digna. Y está completando el saqueo con la imposición por vía legislativa de valores propios de la España más reaccionaria. En Europa, alucinan.

La obligación de un gobernante es afrontar los problemas. Y hacerlos evolucionar. Casi nunca se resuelven definitivamente, pero pasan a otra fase, se metamorfosean y, a veces, incluso dejan de ser problema. Pero esta tarea empieza por el reconocimiento de los interlocutores, que es lo que el PP niega cuando utiliza la descalificación como respuesta —”Catalunya no puede volver a la Edad media”—; cuando desprecia al adversario —ya sea un movimiento social o un proyecto político; o cuando calumnia al oponente, por ejemplo la vergonzosa comparación que hizo Dolores de Cospedal del independentismo catalán con el terrorismo vasco.

Ocultar la verdadera estrategia y negar lo que no gusta no es hacer política. Es bloquear la vida democrática, para imponer un modelo de sociedad basada en el sálvese quien pueda y en el patrioterismo como forma de cohesión contra los que osan hablar de irse. Lo decía Felipe González en conversación con Artur Mas: un problema que es de Estado no puede utilizarse con fines electorales. Haría bien Rajoy en entender las señales que emite una ciudadanía harta de callar. Con la crisis se ha intentado desmantelar el modelo social europeo para siempre, pero también ha servido para romper la cultura de la indiferencia que tanto allanaba la tarea.

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