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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Xàtiva también fue Gernika

La indignación, a menudo, sobrevive a los exterminios y se transforma en arte para interpelarnos en el confortable sopor cívico

Miquel Alberola

El domingo 12 de febrero de 1939 mi padre trabajaba en el campo. Tenía 16 años y pasaban de las once cuando le sobrevolaron cinco aviones. Planeaban en línea recta desde Gandia hacia Xàtiva por el norte de La Vall d’Albaida, pero cuando parecía que habían alcanzado su destino dieron la vuelta. Se habían anticipado a la cita y retrocedieron para hacer tiempo. Los cinco bombarderos Savoia-Marchetti SM 79 de la Aviación Legionaria italiana habían despegado de Mallorca y estaban esperando un tren cargado de soldados republicanos procedente del frente de la Mancha que todavía no había entrado en la estación. Luego volvieron sobre su rumbo y avistaron el convoy serpenteando entre las huertas de alcachofas y cebollino. Cuando lo tuvieron en la vertical en los andenes de la estación sonó un estruendo apocalíptico.

El fascismo italiano, que ya se había ejercitado dos años antes en Gernika junto a la Legión Cóndor de Hitler, había completado con éxito los ensayos de estos bombarderos que alcanzarían celebridad en la Segunda Guerra Mundial. Franco ya había ganado una guerra que terminaría apenas dos meses después, pero con la escabechina promulgaba un edicto sobre lo que iba a significar la paz. Era el preludio de los paredones y debajo de la tormenta de hierro, que ahora cumple 75 años, quedaba un amasijo humeante de escombros y carne picada. Sobre las ramas de los plátanos de la estación colgaban fragmentos de los cuerpos despedazados de las más de cien víctimas, entre ellas no pocas mujeres y niños, mientras los cinco bombarderos rehacían su camino y mi padre los veía alejarse hacia el mar.

La masacre de Gernika, similar a la de Xàtiva en número de muertos, tuvo su máximo difusor en Picasso, quien transformó la conmoción del bombardeo en uno de los principales iconos del arte plástico. Sin embargo, la de Xàtiva quedó relegada y solo va siendo rescatada del olvido gracias al empeño de un puñado de eruditos, vecinos y familiares de las víctimas que cada 12 de febrero, a menudo bajo un chaparrón de insultos fascistas, recuerdan la tragedia a las puertas de la estación junto a una escultura conmemorativa de Miquel Mollà. En ese mismo silencio, antiguo y muy largo, como lo definió Raimon, el pintor Joan Ramos, para mí uno de los máximos intérpretes de la expresión humana, ha ido gestando su particular homenaje a las víctimas en una serie que inició en los años setenta y que, sin haberse sometido a ninguna presión más que a su propio compromiso y obsesión, está a punto de culminar para saldar una cuenta particular con aquel feroz escalofrío.

No es el producto de un estremecimiento súbito, como pudo serlo el de Picasso, sino un introspectivo relato plástico muy madurado sobre una carnicería que le salió gratis a la historia y se fue hundiendo bajo toneladas de olvido e indiferencia. Con la certeza de que la vida termina en una fotografía ajustada en un portarretratos, y con la intención desafiante de los murales con las instantáneas de mártires del nazismo y el fascismo de la Emilia-Romagna, el pintor ha realizado una potente sucesión de imaginarias caras de víctimas. En sus rostros están contenidos todo el estupor y la perplejidad que habrían expresado si hubiesen podido devolver la mirada tras la masacre a quienes la perpetraron y la ordenaron. La indignación, a menudo, sobrevive a los exterminios y se transforma en arte para interpelarnos en el confortable sopor cívico.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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