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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Se demuestra andando

Para que L’Hospitalet juegue en primera su alcaldesa plantea un ‘pack’ de sanidad, cultura, tecnología y ecología urbana

Allá por 1965, Julián Marías vino a dar una vuelta por Cataluña para publicar sus reflexiones en un diario local. Subió al Pirineo y se quedó enamorado de aquellos pueblos atrasados y mal comunicados, tan genuinos, así que cuando se acercó a Barcelona dictaminó que las ciudades industriales catalanas son feas. No dijo nada sobre la circunstancia de esa fealdad, que estaba gobernada por la avaricia, la desidia y el silencio de los municipios franquistas: era parte de la opresión. La democracia restituyó, precisamente, la belleza: la estética urbana. Aquello de “monumentalizar la periferia”, o dignificarla, ya no lo recuerdo bien. Porque en la belleza reside el orgullo. Orgullo de sentirse parte de algo que vale la pena.

Pienso en esto sentada en un banco de la plaza de Europa, de L’Hospitalet, el último sitio urbano del que me sentiría orgullosa. Es un pequeño distrito financiero: el aire pasa rabioso entre las torres, algunas notables y con firma —un Moneo, un Nouvel—, pero aquí abajo todo está vacío, los edificios de pisos carísimos son cajas herméticas. Ya está casi acabada, la plaza. La gracia está en la domesticación de la Gran Via: desaparece sumergida la autovía y se cruza caminando, y al otro lado se abre el recinto de la Fira, también lleno de espacio vacante, de amplias avenidas sin gente, de pabellones interminables que confirman que la modernidad es implacable. Pero esto es un gran motor económico, del que L’H saca partido: es parte del orgullo.

Alguna vez dije que este sitio plasma la mala relación entre Barcelona y su vecina: son ciudades que ni se miran. Pero este no-diálogo permite que L’Hospitalet se plantee un futuro propio, con ganas de pelea. De arraigo. No es casual que el Ayuntamiento tenga como logo el elegante L’H y la gente lo cambie por el cariñoso “L’Hospi”. Y tampoco es casual que la alcaldesa Núria Marín sea tan beligerante en política y tan apegada a la voz oficial del PSC. Hace tiempo, la Marín le pidió a Josep Ramoneda una propuesta para L’H y el filósofo, olfato finísimo, le sugirió que centralizara la periferia, es decir, que capitalizara ese orgullo marginal, sobre todo a través de la cultura mestiza. Pero la alcaldesa quiere jugar en primera división. Quiere más ciudad grande que segunda ciudad. Plantea un pack de sanidad, cultura, tecnología y ecología urbana, o sea, una ciudad de última generación. Uno de los ejes es transformar la Gran Via —la autovía salvaje— en una calle de paseo. Como en la plaza de Europa. Por más aire que pase en la plaza de Europa.

Como el camino se demuestra andando, hago a pie el trayecto entre el Hospital de Bellvitge, un hormiguero humano, y la Fira. El paseo, que dura una hora, es muy interesante. Esquivando trenes y carreteras se llega a todas partes. Y la torre color vino de Toyo Ito coquetea en el horizonte como una damisela presumida. Hasta Bellvitge el camino es hostil, pero entonces aparece la ermita a escala humana —no esa cosita que se ve desde el coche— y el ciprés de la puerta, y un parque central de 32 hectáreas con una escultura dedicada a la lucha vecinal. Yo he visto fotos de este barrio con los bloques entre el pasto, sin veredas ni nada, como si los hubieran puesto a secar antes de abrirlos a la gente. Al día siguiente, un concejal de L’H, Francesc Bellver, me cuenta de su infancia en La Torrassa: codo a codo con la alcaldesa, eran compañeros de cole. Cuando llovía, el bus los dejaba a medio camino y con el agua en los tobillos andaban hasta la escuela en Bellvitge, plof, plof, plof. Bellvitge se construyó sin colector y hoy es un parque estupendo. El orgullo.

Bien: al día siguiente de mi paseo, el concejal Bellver y el concejal Nogués me explican el barrio de la plaza de Europa. Caminamos. El barrio tiene formato de polígono, como Bellvitge, como el Gornal, porque así lo exige el Plan General Metropolitano, que es inclemente con la periferia. Me señalan que a veces los bloques de protección oficial recientes son más bonitos que los de mercado. Me muestran la biblioteca, la escuela —barracones todavía, y ahora que hacen falta más barracones tampoco hay respuesta—, el campo de fútbol, el CAP. Quiero, dice Nogués, que cuando se instale el vecino ya esté todo a punto. Al barrio le faltan 10 años de uso para ser ciudad, todo es tan nuevo. Pero todo está en su sitio, sobra espacio, sobre voluntad. Así que el distrito económico de la plaza de Europa cobra sentido, porque detrás hay vida, o la habrá. Ahora es una ciudad extraña.

Subimos a la terraza del hotel, piso 27º. La Gran Via pasa deprimida y después hace un lomo para saltar la vía del tren de Vilanova. Como saben que Adif no soterra ni el hueso del perro, mantendrán el lomo, pero ordenarán los laterales para que se pueda ir a pie —como hice yo— hasta el Llobregat. Se dan 10 años. Un millón de metros cuadrados a transformar. Un sueño. Un orgullo.

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