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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aniversario de una extravagancia

La breve experiencia del tripartito de Maragall no le priva del mérito de haber detectado con anticipación cuáles eran los retos esenciales

Josep Maria Vallès

En el alud de conmemoraciones que nos abruma, ha tenido escasísima resonancia el décimo aniversario del inicio de la presidencia de Pasqual Maragall en la Generalitat. En las semanas del tránsito de 2003 a 2004, arrancó el primer Gobierno catalán de izquierdas de la Generalitat restaurada. Sigue pendiente un análisis imparcial y detallado de su actuación. Creo que no concluiría con la sesgada descalificación con la que la ha juzgado el discurso política y mediáticamente correcto. No estoy legitimado para hacer este análisis pormenorizado por razones personales. Pero no me parece útil ni sano para la memoria colectiva del país ignorar esta etapa y borrarla de sus anales históricos.

En esta desmemoria han colaborado quienes desde su inicio acogieron aquel Gobierno con hostilidad declarada, junto con otros que lo acompañaron con débil convicción y limitado compromiso. Para compensar dicha amnesia, recordaré tres objetivos básicos del programa de Maragall. Se planteaba corregir políticas sociales y económicas inadecuadas para satisfacer exigencias irrenunciables de igualdad, justicia y sostenibilidad en un mundo en el que las reglas de juego pactadas tras la Segunda Guerra Mundial estaban siendo vulneradas por un rampante neoliberalismo. Se proponía además sanear las formas degradadas de hacer política para contrarrestar la creciente desconfianza ciudadana hacia a las instituciones y en primer término hacia a los partidos. Finalmente, se comprometía a remodelar las relaciones entre Cataluña, España y Europa, al constatar que su formato no respondía ya a la complejidad de nuevos desafíos económicos, sociales y simbólicos.

Los tres objetivos constituían el catálogo básico de la agenda Maragall, esbozada desde mediados de los 90 del siglo pasado. Hubo quienes la estimaron como extravagante y desmesurada. Otros la temían como demasiado arriesgada para la política profesional al uso. Pero hubo también quienes la percibieron como ajustada a necesidades apremiantes que podían convertirse en graves conflictos si no recibían atención prioritaria. Lo asumieron así maragallistas de diverso origen que apoyaron el proyecto más allá de sectarismos partidistas o de otro tipo.

Lo breve y lo accidentado de la experiencia  de Maragall y  su tripartito no le privan del mérito de haber detectado con anticipación dónde se situaban los retos esenciales

Diez años después, y a la vista de lo que nos rodea, ¿quién se atrevería a negar la pertinencia de la agenda maragalliana? Los hechos han confirmado su relevancia. Ninguna de sus prioridades ha dejado de serlo. Los desequilibrios socioeconómicos se han agudizado hasta extremos intolerables. Las relaciones que implican como sujetos políticos a Cataluña, España y Europa han embarrancado en la incertidumbre y en la confrontación. La desafección ciudadana hacia la política institucional y sus actores ha alcanzado intensidades sin precedentes en los tres ámbitos: catalán, español, europeo.

Lo breve y lo accidentado de la experiencia gubernamental de Maragall y de su tripartito no le privan del mérito de haber detectado con anticipación dónde se situaban los retos esenciales. Supo identificarlos, aunque la magnitud de la tarea era quizás superior a sus fuerzas. Unas fuerzas de las que no obtuvo tampoco todo el rendimiento posible porque los propios socios de Gobierno entendieron en ocasiones que disponían de una oportunidad para reforzar el particular perfil partidista de cada uno. En realidad, se trataba de un proyecto de aliento histórico —si se me permite la grandilocuencia— que no fue plenamente asumido por una parte de quienes debían hacerlo progresar.

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Le perjudicó también la incesante hostilidad de quienes no querían resituar las coordenadas de la dinámica política catalana en su dimensión social en lugar de reducirla exclusivamente a la dimensión nacional. Para ellos, la única coalición “natural” de gobierno era la que debían constituir CiU y ERC y así lo proclamaron de forma directa o indirecta. Desde instancias políticas y mediáticas, tanto desde las públicas como desde las mercantiles más influyentes. Digamos que el Gobierno de Maragall nació con mala prensa, en sentido figurado y en sentido literal.

A la hostilidad sin cuartel de sus adversarios, en Cataluña y en España y a algunas resistencias internas, más o menos organizadas, hay que sumar errores propios, algunos de bulto. Se cometieron por insuficiente conocimiento del terreno que se pisaba, por medir mal las fuerzas propias o por minusvalorar las contrarias. La obra de gobierno fue desigual: más que notable en algunos ámbitos, escasa en otros, pero no totalmente despreciable como se ha pretendido. En todo caso, me parece claro que lo que Maragall anotó en su agenda como principales asuntos a resolver sigue dominando la agenda política de hoy. El hecho es que tampoco los gobiernos posteriores —monocolores o en coalición abierta o encubierta— han dado pruebas palpables de mayor efectividad cuando han afrontado los mismos retos que Maragall identificó ya hace diez años. En un comentario más detallado (Una agenda imperfecta. Barcelona, 2006), comparé la trayectoria de Maragall con la de otros líderes políticos —Azaña, Mendès-France, Brandt— cuyo breve paso por el poder no resta valor ni a la clarividencia de su proyecto ni al ejemplo del coraje empleado en el intento de ejecutarlo. Tanto lo uno como lo otro forman parte de un activo indiscutible que dejaron a sus conciudadanos y que merece ser recordado.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política (UAB).

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