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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Bambalinas de acero y ‘trencadís’

Inundado, tocado y zozobrando ante cualquier tempestad, el buque insignia del conjunto, el controvertido Palau de Les Arts, se desarbola

Una simple imagen puede servir para indicar de manera sutil cosas distintas a lo que algo es en realidad. En el siglo XVI, la talla de un súcubo en el exterior de una posada indicaba que también funcionaba como burdel. No hacía falta especificar más, igual que ahora cuando ponen un farolillo rojo a la puerta de un bar. Del mismo modo, el trencadís desprendido de una superficie de acero de un edificio de falsa vanguardia significa lo evidente pero muchas cosas más: derroche, desmantelamiento, incompetencia, deterioro, inutilidad. Casi tantas como todo lo que está sucediendo en nuestro país en general.

Las películas de ciencia ficción se nutren de estas cuestiones. Quizá por ello, la productora Disney ha elegido la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia como recinto en el que rodar algunas escenas de una próxima película protagonizada por el guapo George Clooney. Los responsables dicen haber escogido este entorno por la figuración futurista que proyecta el recinto. Me parece muy bien, pero si el futuro es esto que venga Dios y nos pille confesados. Si en la mente del arquitecto rondaba esta idea al concebir sus edificios, se equivocó al seleccionar los materiales y, sobre todo, su aplicación. Nos habría salido más barato. Antes, los escenarios de las películas eran de cartón piedra. A las actuales parece que les va el acero y el trencadís.

Inundado, tocado y zozobrando ante cualquier tempestad, el buque insignia del conjunto, el controvertido Palau de Les Arts, se desarbola y se hunde como el Nautilus del capitán Nemo en los torbellinos del Maelstrom. Pero mientras aquel submarino era ficticio, el barco de Calatrava es real aunque parezca una maqueta de ciencia ficción visto desde lejos. De cerca y fuera de la postal que los turistas se llevan en sus cámaras, su audaz arquitectura sufre de todos los males que sufre la vida común.

La técnica del trencadís la utilizó y popularizó Gaudí en sus formas sinuosas. Al no poder recubrirlas adecuadamente con baldosas enteras, trocearlas se convirtió en necesidad, para lo que aprovechaba los restos sin necesidad de encarecer la construcción. Sus seguidores continuaron utilizando esta técnica para revestir la innumerable arquitectura modernista española. Muchos años después llegó nuestro arquitecto estrella y quiso rendir homenaje al creador en quien tanto se inspiró para realizar las atrevidas y complejas superficies y estructuras de su extensa y afamada obra. Hasta aquí nada que objetar. Pero sucedió que, emborrachado de admiración, o vaya usted a saber de qué, se extralimitó. Sus edificios ya no eran los de Gaudí, los materiales que empleaba tampoco. Y cometió un error que ni el más modesto de los principiantes cometería. Quiso experimentar y experimentó, con el beneplácito de toda una cohorte de papanatas, mezclando dos siglos distintos.

No se le ocurrió otra cosa que chapar el casco de acero con azulejos, como el nuevo rico que, para ser más que nadie, reviste con oro las alas de su avión por aquello de deslumbrar. Algo inútil. Ni visto de lejos podría quedar bien una horterada similar. Solo epataría a quien sueña con poder hacer algún día lo mismo. Si ya es difícil que en los aseos de cualquier área de servicio de autopista no salte algún que otro azulejo, imagínense lo que puede ocurrir en 80.000 metros cuadrados de superficie revestida de trencadís sin juntas y sobre una base incompatible. Cualquiera sabe cuál va a ser el resultado desde antes de empezar. No pegan ni con cola, nunca mejor dicho.

Algo que era solo cuestión de tiempo ya ha empezado a suceder. Mientras el arquitecto debe andar comiendo el turrón más allá del Tirol, el trencadís que recubre su Palau de Les Arts se desprende de forma ya imparable. Lo sólido se ha convertido, ahora más que nunca, en una frágil bambalina. Ni ocho años ha durado. En esta obra, pensada, se supone, para albergar obras sinfónicas, se están cumpliendo a la perfección los tempos de cualquier sinfonía: allegro, ritmo lento, variaciones y rápido final. La metáfora perfecta de la política valenciana. Una imagen exageradamente costosa para una lección ya sabida.

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Como ocurría con los súcubos de antaño, nos queda lo que simboliza, aunque a precio desorbitado. Y si este Palau no nos sirve para óperas ni conciertos, al menos podrá funcionar como teatro para anuncios publicitarios, bodas, comuniones, cenas de empresas de postín, presentaciones falleras, pelis futuristas y cosas así con sus bambalinas de acero y trencadís como lienzo de fondo. Siempre nos quedará París, que diría el duro Humphrey Bogart.

Vicente Blasco García es arquitecto y profesor de Construcción de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia

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