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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sobre todo, que no decaiga

Manuel Cruz

A dos semanas de haberse hecho pública la pregunta, se ha dejado de hablar de ella. Dudo que a alguien le pueda sorprender semejante hecho. Como a estas alturas se ha hecho evidente para todo el mundo, su extravagante contenido no era más que una “patada a seguir” (por utilizar la certera expresión de José Antonio Zarzalejos) destinada a ganar tiempo. Se trataba con ello, no solo de conseguir que el gobierno de Artur Mas, con los presupuestos por fin aprobados, dispusiera del necesario balón de oxígeno que le permitiera plantearse la posibilidad técnica (la política responde a otra lógica) de agotar la legislatura, sino, tal vez sobre todo, de volver a colocar la pelota en el tejado del Estado, en la confianza de que el previsible rechazo de este proporcionara al bloque soberanista la cohesión que necesitaba con carácter de urgencia.

Por suerte para los soberanistas, el gobierno central ha hecho lo que se esperaba de él y, para empezar, ha rechazado de plano la iniciativa de la consulta (por cierto, ¿algún gobierno del mundo habría reaccionado de otra manera ante el anuncio unilateral de convocatoria de un referéndum para la secesión de una parte de su territorio?). Habrán observado ustedes que tal rechazo, lejos de sumir en una gran preocupación a los partidarios de la pregunta-que-nunca-se-hará, les ha provocado un notable alivio y una indisimulada satisfacción. El enemigo exterior había acudido a la cita y, por añadidura, lo había hecho en esta ocasión acompañado del principal partido de la oposición. Misión cumplida, parecen relamerse algunos (ya conocen la cancioncilla: “PSOE-PP, la misma cosa es”). La jugada no podía haberles salido mejor: ya pueden regresar tranquilamente a la casilla de salida. El mensaje ha salido reforzado: a falta de programa, tenemos un robusto enemigo (España, claro). Pero, sobre todo, a falta de hoja de ruta, tenemos ilusión, una redoblada ilusión, parecen decir.

El nacionalismo trata de situar el debate entre dos emociones, una de signo positivo, la ilusión, y otra negativa, el miedo

En efecto, el lugar común reiterado por los soberanistas —tanto los de rancio abolengo como los sobrevenidos— es que la clave del apoyo popular que están obteniendo sus propuestas y que, según dicen, no deja de incrementarse, reside precisamente en la ilusión que, en una época de decepción y derrotismo generalizados como la presente, ha conseguido generar entre los ciudadanos. Sin embargo, he escrito hace un momento “pueden regresar a la casilla de salida” porque, a poco que se piense en este asunto, se observará que no nos encontramos ante una novedad que introduzca un cambio cualitativo respecto a otras formas de movilización pasadas. De hecho, el registro al que ahora se está apelando es en el fondo idéntico al que esas mismas fuerzas políticas vienen utilizando desde hace décadas. Me refiero a la emotividad. Y si en el pasado el sentiment era el reiterado recurso que terminaba cortocircuitando la posibilidad de auténticos debates en los que se explicitara el modelo de sociedad que se estaba proponiendo para Cataluña, ahora la tan cacareada ilusión es el gran argumento (por no decir el único) para abortar cualquier posibilidad de discusión.

La realidad no me dejará mentir. Hace algunas semanas, el portavoz Homs, siempre alerta, ya ponía sobre aviso a la ciudadanía catalana acerca de la que se le venía encima en la campaña de las próximas elecciones europeas. Que no era otra cosa que lo que se acostumbra a denominar desde el soberanismo la campaña del miedo. Repárese que el rótulo tanto vale para un roto como para un descosido. Cualquier crítica al proceso, por más fundamentada que esté o por más altas autoridades europeas (los mismísimos Durao Barroso o Van Rompuy) o españolas (supongamos, el gobernador del Banco de España) que la puedan formular, si puede parecer que amenaza con pinchar el globo de la ilusión es rechazada de principio por medio de dicha respuesta.

Por suerte para los soberanistas, el gobierno central ha hecho lo que se esperaba de él y, para empezar, ha rechazado de plano la iniciativa de la consulta
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El asunto queda así planteado en el terreno favorito del nacionalismo desde siempre, el de los sentimientos, con lo que el conflicto pasa a ser en realidad entre dos emociones, una de signo inequívocamente positivo, la ilusión, y otra de carácter claramente negativo, como es el miedo. Y, claro, ¿quién va a estar a favor de tan sombría y triste emoción disponiendo de una estimulante ilusión a la que aferrarse? Pero habrá que recordar lo obvio: una emoción no es ni buena ni mala en cuanto tal. Mejor dicho, puede ser buena o mala, según las razones que la sustenten y, no se olvide, los comportamientos que propicie.

Sin embargo, a la ciudadanía catalana se le ha venido hurtando sistemáticamente la explicitación de las consecuencias de la publicitada ilusión. En su lugar, se ha puesto encima de la mesa el dato, la cifra, el número. La movilización misma queda así convertida en argumento, presuntamente incontrovertible. ¿Alguien osaría problematizar, poner en cuestión o dudar del buen sentido que asiste a la ilusionada multitud sin recibir a los pocos segundos el reproche de no ser un auténtico demócrata? Inquietante manera esta, ciertamente, de entender la democracia por parte de algunos, que, para mayor abundamiento, ya empiezan a acariciar la fantasía de llenar Cataluña la Diada de 2014 de miles de plazas Tahir, como si, en presencia de las masas, a la razón no le cupiera otra alternativa que la de callar.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.

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