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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El canon: España

Solo desde una visión metafísica de la unidad de España puede imaginarse su hipotética ruptura con la vuelta al sistema feudal

Aquello que podríamos llamar el intelectual orgánico colectivo del españolismo está que echa humo. No, no me refiero a las hoscas amenazas de José María Aznar, ese tipo que, si tuviese pudor político, ya habría ingresado como novicio en un monasterio de lamas tibetanos. Tampoco a la prodigiosa agilidad mental del ministro García-Margallo, capaz de calcular en un pis-pas que, de alcanzarse la independencia, el nivel de bienestar catalán menguaría en un 25 %, ni un punto más, ni un punto menos. Ni siquiera estoy pensando en el mensaje de los acólitos del siniestro cardenal Rouco Varela, según los cuales cuestionar la soberanía española única no es “moralmente aceptable”; igual que el aborto, vamos.

La ebullición a la que aludo es otra. Es la de una tropa de escritores, filósofos, juristas y pensadores varios que llevan meses aguzando el ingenio en busca del argumento más despectivo, del razonamiento más ridiculizador, del sofisma más contundente para descalificar la reivindicación soberanista catalana. Porque se trata de eso: de descalificar; en ningún caso de analizar con rigor, de discernir posibles causas objetivas del fenómeno, de debatir honestamente, menos aún de sugerir eventuales fórmulas de compromiso o desactivación. A los miembros de esa coral —progresistas acreditados casi todos, ni que decir tiene— la demanda del 64 % del Parlamento catalán no les merece ningún respeto intelectual. Ni el más mínimo.

Como es natural, los frutos de tanto talento puesto al tajo españolista son desiguales, y en algún caso francamente grotescos aun si pretendían ser graciosos. Así, esa tesis —de algún modo habrá que llamarla— según la cual el independentismo es una ideología, o más bien un desarreglo de conducta, de carácter vírico. De tal modo que, una vez conseguida la independencia de Cataluña, sus adeptos se lanzarían de modo enfermizo a establecer las independencias de las cuatro provincias, luego de las 41 comarcas, después de los 947 municipios, etcétera.

Lástima que ese modo de arremeter contra el independentismo por reducción al absurdo no se sustente sobre ninguna base ni racional ni histórica. ¿Acaso Noruega, o Finlandia, o Estonia, o Eslovaquia, o Montenegro, una vez alcanzadas sus respectivas independencias, han implosionado, se han atomizado en municipalidades, distritos, condados o aldeas peleándose entre sí?

No, tal cosa no ha ocurrido en ningún lugar del mundo. Pero el mero hecho de manejar esa hipótesis como argumento contra el proceso catalán ilustra un rasgo fundamental del intelectual orgánico colectivo españolista: la idea de que que la unidad y la independencia de España se corresponden con el orden natural de las cosas y constituyen el límite de lo razonable, lo juicioso, lo moral y lo civilizado. Cuestionar esa unidad por abajo —reividicando, en este caso, una Cataluña independiente— se sitúa, pues, en el terreno del delirio, la insensatez, la barbarie, el aldeanismo, el llanto y el crujir de dientes. Es un planteamiento antinatura.

De hecho, resulta fácil encontrar, en el articulismo unionista de los últimos tiempos, textos que razonan como si el actual Estado español —absolutizado, eterno, con sus fronteras sagradas y su ordenamiento jurídico intangible— fuese obra del mismísimo Dios, el último día de la Creación, a última hora de la tarde. Así, por ejemplo, hay quien denuncia, escandalizado, que las administraciones autonómicas han cultivado, en las últimas décadas, un entusiasmo artificioso por las identidades propias de cada territorio, usando para ello los medios de comunicación de masas y las competencias educativas.

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Y bien, ¿no es exactamente eso —construir identidades colectivas, practicar el nation building lo que han venido haciendo desde el siglo XIX los Estados europeos con sus Volksschule, sus Écoles Nationales, sus Escuelas Nacionales, cada uno según sus posibilidades y medios? ¿No es eso mismo lo que pretenden hacer todavía hoy la ley Wert o RTVE con su celebrada serie Isabel? ¿Puede alguien explicarme por qué enseñar a los escolares, desde Figueres hasta Ayamonte, las gestas del pastor Viriato, del godo don Pelayo o de Guzmán el Bueno, resulta más honesto, más cosmopolita, menos manipulador —o forma mejores ciudadanos— que familiarizar a los alumnos catalanes con las hazañas de Guifré el Pilós, de los Segadors de 1640 o de Bach de Roda? Solo desde una visión metafísica de la unidad de España, concebida como canon de perfección, puede identificarse su hipotética ruptura con el regreso al sistema feudal, a los reinos de taifas o al caos primigenio.

No quisiera concluir estos párrafos sin expresar mi completo acuerdo con el artículo del colega y amigo José Álvarez Junco sobre Los malos usos de la Historia, aparecido aquí mismo el pasado domingo. En particular, suscribo con fervor su idea de que, “si queremos hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia”, los historiadores no deberíamos poner “nuestro trabajo al servicio de un proyecto político”, ni prestarnos a avalar las propuestas de un grupo de poder.

Entonces, querido Pepe, ¿para cuándo el cierre de la Real Academia de la Historia?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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