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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Irrealidad secesionista y Cortes de Cádiz

El simposio es más que un error político: es institucionalizar una provocación encarnándola en un prejuicio

Lengua, cultura e historia han sido, de forma gradual y acumulativa, los objetivos metódicos de la ocupación conceptual nacionalista. La lengua catalana ya pasó de ser una reivindicación natural a ejercer de cuota apropiada por el nacionalismo; la cultura, cuanto más identificada con el nacionalismo, más se estanca y pierde creatividad; la historiografía nacionalista supedita el rigor a la noción de la Cataluña irredenta. Existen en Cataluña una historiografía oficial, una cultura oficial y una lengua adscrita a la imposible voluntad monolingüe.

Que las realidades del día a día sean muy distintas importa poco. Al contrario, incluso existe un sistema de recompensas que genera exclusión y reparte patentes de catalanidad. El caso más manifiesto y decorativo es el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes que concede Òmnium Cultural, fundacionalmente dedicado a fomentar la enseñanza del catalán en tiempos adversos y hoy plataforma explícita del independentismo. Haberse negado a conceder el premio a Josep Pla o a otros escritores el catalán y el castellano recalca un sesgo discriminatorio del sistema de recompensas, oficial y paraoficial.

Un 70% de los ciudadanos de Cataluña —en grados distintos— no estima irreal su condición simultánea de catalán y español. Así, el simposio de historiadores titulado Espanya contra Catalunya (con financiación de la Generalitat) connota beligerancia contra un amplio sector de la sociedad catalana, además de tener un indudable efecto reactivo en el conjunto de España. Ni de aceptar la tesis de una desventaja fiscal para Cataluña es deducible que una mayoría de catalanes tenga in mente un expolio permanente, irresoluble y perverso por parte de España. Pero la acusación no es nueva porque, en el caso catalán y de otros tantos nacionalismos, la historiografía se ha puesto al servicio de la identidad. En algunos casos se echa mano del fórceps metodológico y en otros se hace uso del corporativismo universitario del que todo el mundo se queja, pero casi nadie hace nada. La historia como arma pacífica al servicio de Cataluña, ha dicho el director del simposio.

En realidad, el simposio es más que un error político: es institucionalizar una provocación encarnándola en un prejuicio. El historiador Josep Fontana, hombre de añoranzas estalinistas aunque haya caído el muro de Berlín, lo ha reafirmado: Cataluña está siendo forzosamente asimilada y reducida a provincia de España. Al mismo tiempo, unas pautas pedagógicas para profesores de historia de Cataluña sostienen que la Guerra de Secesión no fue parte de un conflicto internacional ni una guerra dinástica, sino una guerra de España contra Cataluña, igual que la Guerra Civil de 1936.

De forma directa o subliminal, se pretende contribuir a la demostración definitiva de que no hay posible encaje de Cataluña en España o que, puestos a extraer derivaciones deterministas, Cataluña no es España. Un historiador de tanto fuste como John H. Elliot, quien tuvo acceso a la historia de Cataluña de la mano de Jaume Vicens Vives, dice que el simposio es un disparate. Mientras, la conmemoración sesgada de 1714 ya ha comenzado, con abundancia de dinero público y bajo las directrices de personajes que en comparación con lo que hubiese dicho y hecho Vicens Vives tienen la dimensión de un forúnculo. El lema de la conmemoración es Viure lliure. En resumen: hasta 1714 Cataluña era libre y en 2013 los catalanes carecen de libertades.

Si Cataluña fue siempre inasimilable a la realidad de España, uno se pregunta qué hacían en las Cortes de Cádiz de 1810 la veintena de diputados catalanes que acudieron para la fundación constitucional de un Estado liberal, mientras las tropas de Napoleón dominaban gran parte del territorio. Por ejemplo, Antoni de Capmany. Con mesura, Enric Jardí describió el quehacer de los catalanes en las Cortes de Cádiz. Capmany era un moderado, defensor del foralismo y del acervo del derecho catalán. Había colaborado con Olavide y estaba por abolir la Inquisición. Como historiador de la economía de Cataluña, fue valedor constante de los réditos del comercio por mar y tierra. Aquellos diputados en las Cortes de Cádiz —dicen Jardí y otros historiadores— actuaron con realismo, con más sentido pragmático que abstracción, afectos a unas nuevas instituciones y según el eficaz modo pactista.

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Más allá de brumas y mitos medievales, la Cataluña moderna había comenzado a partir de 1714. Como mucho más tarde ratificó Vicens Vives, Antoni de Capmany ya decía que el Decreto de Nueva Planta impuesto a Cataluña con la llegada de los Borbones había sido positivo porque eliminó el lastre feudal, abrió la economía catalana y acabó con el anquilosamiento político. Barcelona, puerto franco. Comercio con América. Entre otras cosas, por eso estaban los diputados catalanes en las Cortes de Cádiz y contribuyeron al nacimiento político de la España moderna. Actualmente hay en el Congreso de los Diputados 46 escaños elegidos por los votos catalanes. En su gran mayoría tampoco son secesionistas ni suponen que España vaya contra Cataluña. Para eso se hacen las constituciones.

Valentí Puig es escritor.

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