_
_
_
_
_

La ciudad de los cafés

Un libro documenta los suntuosos y populares locales de Barcelona, focos de modernidad entre 1880 y 1936

Carles Geli
La terraza del Café Español, en el Paralelo de Barcelona, en los años veinte.
La terraza del Café Español, en el Paralelo de Barcelona, en los años veinte.

A la lujosa cervecería Baviera de La Rambla, en 1929 el caviar ruso Romanof llegaba a diario en avión desde el extranjero, de la misma manera que frente al restaurante Can Llibre (de 1924, en Gran Vía, 603) era frecuente contar hasta cinco Rolls-Royce y ver comer en él a Alfonso XIII, Carlos Gardel y Luigi Pirandello… Con toda normalidad, como con la que se trapicheaba con morfina y otras drogas en el Lion d’Or, en pleno centro de La Rambla de la neutral y cada vez más desmadrada en 1915 Barcelona, “la ciudad de los cafés”, apodó que se ganó en el XIX con elogios como los del viajero Hans Christian Andersen, que tras una visita en 1862 escribió: “En ningún otro país he visto cafés tan suntuosos”.

El sector estaba muy vivo, tanto que el Gran Café Colón (de 1880, con 15 diarios extranjeros para sus clientes y la contratación de un tal Isaac Albéniz en 1884 para amenizar las veladas) fue el primero en España con alumbrado eléctrico. Iban a por todas para seguir el galope de una ciudad en expansión económica, social y urbanística. Invertían en reformas, como el Café Suizo (1857), en medio de La Rambla, lugar de encuentro obligado tras salir del Liceo, famoso por su café y sus generosos terrones de azúcar y que en 1880 afrontó una espectacular remodelación, incorporando un restaurante de cocina francesa en la que el populista Alejandro Lerroux bebía champán y se hacía preparar prohibitivos bocadillos que, eso sí, obligaba a envolver en papel de periódico para cuando iba a los mítines. De entre los 60 platos de la carta de 1915 escogía la plana mayor de la Lliga con Francesc Cambó al frente (su Rolls Royce era uno de los del lujoso Can Llibre), quien siempre se inclinaba por el estofado o el rape. Los famosos reservados del Suizo explicarían la asidua presencia de banqueros como Juan March o, pocos días antes del 18 de julio de 1936, la de José Antonio Primo de Rivera en una cena conspirativa de dirigentes de Falange…

Todos esos detalles y muchísimos más conoce el periodista Paco Villar (Barcelona, 1961), autor del libro Historia y leyenda del barrio chino y del de hace cuatro años La ciutat dels cafès Barcelona 1750-1880, que prosigue ahora en el tan profusamente ilustrado como documentado Barcelona, ciutat de cafès: 1880-1936 (Viena / Ayuntamiento de Barcelona).

Hans Christian Andersen calificó los locales de suntuosos

La Rambla del Centro y los alrededores de la plaza Real concentraban la oferta pero el sector no tardó en intuir el futuro del Eixample. El Gran Café Restaurante Continental, instalándose en 1884 en la plaza de Cataluña, 23 (esquina La Rambla, con las peñas de Cambó y de Àngel Guimerà) y, cuatro años después, en la misma plaza, la popular La Pajarera (donde en 1891 debutaría un adolescente Pau Casals) podrían fijar el inicio de unos cafés “de mayores dimensiones aún que los de la Rambla y con una ornamentación pronto modernista”, resume libro ya en mano Villar. Los grandes espacios (facilitados por la generosidad espacial del ensanche de la ciudad y por los materiales de construcción, con columnas resistentes pero estrechas) explicará la profusión en ellos de academias de billares: espectaculares los del Novedades o el del Colón, con graderías. Y también la aparición de las reivindicadas terrazas a las que se resistía el ayuntamiento: en junio de 1886 se daba el primer permiso a una, la del Café Pelayo. Apenas un año después ya se contabilizaban 334 mesas exteriores en toda Barcelona, sometidas eso sí a una auténtica plaga de pedigüeños.

El propio Café Pelayo (con una peña de anticlericales rabiosos entre los que estaba un jovencísimo Antonio Gaudí) o el extravagante Lion d’Or (de 1891, en la plaza del Teatro y que reproducía una especie de castillo alemán del XVI, propiedad del excéntrico Enric Vilalta, primer barcelonés propietario de un yate en el que nunca navegó) eran buenas muestras del nivel de resistencia de la escenografía cafetera ramblesca. El Lion d’Or (de la Bella Chelito al Eugeni d’Ors de La Ben Plantada) era en 1920 uno de los únicos 20 establecimientos de la ciudad con licencia de todo tipo, incluso para sala de juego, espacio donde se cruzaron pistolas y peleas, y que sufrió en las carnes de su jefe de cocina el pistolerismo entre sindicatos y patronos de la época.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Pero la ciudad se expandía; por un lado, hacia el Paralelo (notables el pionero Café del Circo Español, de 1895, y el bar La Pansa, de 1900, éste con su dilatado horario y una clientela que oscilaba entre el trabajador del cercano matadero municipal y los tratantes de animales, payeses, obreros y gitanos). Por otro lado, ganaba fuerza el vicio concentrado en el Distrito Quinto de la ciudad, con el Bar del Centro como puerta de acceso. Abierto en 1913, en la Rambla, 521, entre las calles Unió y Sant Pau, entre toreros, prostitutas de los cercanos burdeles de Ca la Brígida y Ca l’Angeleta, sindicalistas (como los grandes Ángel Pestaña y Salvador Seguí: un camarero de ahí participó en el asesinato de este último) y otros personajes más estrafalarios, destacaba el grupo de bohemios comprometidos políticamente, la mayoría literatos, verdadera atracción de feria del local. De uno de ellos, el periodista Amichatis (Josep Amich), saldría la idea de convertir el mugriento subterráneo del local en cabaret al estilo parisiense, doméstica delicia transgresora de la burguesía. En 1922, ese antro de perversión y exmeca del tango acabaría como lechería-granja…

La revolución industrial y la influencia norteamericana conllevarían esa especie de beber en cadena que fue la irrupción del bar, hijo del ritmo de los tiempos: consumir de pie en barras cada vez más largas, en particular cócteles y güisqui. Se añadía a la costumbre de hacer el vermú al mediodía importado de Francia por Santiago Rusiñol, lo que ayudó a que una empresa como Martini-Rossi abriera a partir de 1902 dos locales, los Torino: uno en Paseo de Gràcia con Gran Via (premiado por su fastuosa decoración, obra de Puig i Cadafalch i de Gaudí) y el original, en Escudellers, donde se sirvieron las primeras aceitunas rellenas de la ciudad.

En 1914 ya se contabilizaban 62 bares en Barcelona. A rebufo de una urbe que vivía una particular fiebre del oro por su neutralidad durante la Primera Guerra Mundial, punto de encuentro de una turbia fauna internacional que iba desde espías de toda condición a profesionales del sexo de toda la escala social, pasando por aristócratas venidos a menos, donde la cocaína y la borrachera con esmóquing hacía chic, los cafés parecían sumidos en una loca carrera por ver quién innovaba más: el American Soda (1910) sería el primero en abrir las 24 horas, pero se hubiese hundido de no haber descubierto en Francia las patatas chips que importó raudo; la Maison Dorée (1903) introducía la puerta giratoria y ponía de moda los té; el Canaletas en cambio era, en 1916, el primer establecimiento sin puertas; el Refectorium (de 1917, reproducía un monasterio medieval de chimenea enorme y lucía una pieza de anticuario en cada detalle) se convertía en la primera cervecería-restaurante subterránea de España y quizá de Europa; la Granja Royal (1919) se inventaba accidentalmente las fresas con nata (hacia 1922 a un camarero le cayó una dentro de una bandeja de blanca crema) y el cabaret-lechería al ampliarse con el salón Doré (donde en 1925 tocará Eduard Toldrá); el Núria (1926) fue pionero en los pollos a l’ast para llevarse…

El American Soda importó raudo de Francia las patatas chips

La fórmula chicas tanguistas con tendencia al alterne más bailarín profesional más un barman científico as de los cócteles (ni que fuera yéndolo a fichar a París, como hicieron en ese Excelsior promotor de los eróticos taburetes altos con Jack Urban) era una fórmula de éxito seguro en unos locos años 20 que dieron hasta para resucitar las estéticas del café clásico del siglo pasado. La película puede seguirse también gracias a las más de 200 ilustraciones del libro que, al igual que la documentación, Villar ha rastreado en archivos particulares (sobre todo en el de Andreu Valldeperas, dueño del Zurich, clave en el tercer libro que prepara ya sobre los cafés desde la guerra civil hasta la Transición) y públicos (como el del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña).

La espectacular terraza del Hotel Colón (paseo de Gràcia con plaza de Cataluña), uno de los hoteles de lujo más impresionantes entonces de Europa, con sus dimensiones y su cosmopolitismo, su cubertería de oro, su florista y su portero (ataviado como si de un general ruso se tratara) y su American Bar y su Bodega Andaluza en su interior podría ser una buena postal de toda una época y un fenómeno, el de los cafés, que la guerra civil, como tantas cosas, dejó sólo para la nostalgia.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_