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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El borrado de archivos

El enemigo es la propia actividad ilícita de quienes han abusado de la confianza pública

Manuel Ferrer, secretario general en funciones de UGT Andalucía, en Sevilla.
Manuel Ferrer, secretario general en funciones de UGT Andalucía, en Sevilla. julián rojas

El borrado de archivos es una cuadratura de círculos siniestros, una especie de pastoreo del tiempo y los espacios para desdibujarlos en un limbo atmosférico, como si así pudieran diluirse en una efervescencia transparente. Uno imagina al hombre frente al ordenador, casi en plan Watergate, iluminado apenas por un flexo minúsculo o por la luz reflectante del teclado, entrando en las carpetas y eliminando masivamente sus archivos, como si así pudiera clausurar el rastro sinuoso de una vida. A veces tengo la impresión de que pasamos demasiado tiempo dejando minuciosos testimonios más o menos involuntarios de nuestra vivencia, de lo que hemos sido, de una intimidad que pensamos a salvo y que puede ser seguida más o menos masivamente, aunque carezca del más mínimo interés. Uno imagina al hombre tratando de dejar sin mácula su estela laboral, y también la de aquellos que estuvieron con él, como si ese borrado equivaliera a una negación con efectos retroactivos, y no solo ante los otros: también ante sí mismo.

“Ferrer miente y lo sabe”, ha dicho Laureano Conde, el trabajador de la UGT despedido hace unos días por el escándalo de las facturas falsas. Según Conde, el actual secretario de UGT en funciones, Manuel Ferrer, no está diciendo la verdad sobre el presunto borrado de 1.756 archivos informáticos en la sede andaluza del sindicato. Mientras se parapeta detrás de esta teoría, porque los discos duros han sido manipulados, sigue siendo difícil esa búsqueda interna de los gastos objeto de la investigación. 1.756 archivos “no pueden ser borrados”, ha afirmado Laureano Conde: “¿Dónde están las copias de seguridad? Al cerrar un año contable este queda bloqueado en un servidor. La contabilidad no queda registrada en ningún ordenador personal de trabajadores (...) Por tanto, no se puede modificar y solo se puede abrir pidiendo un permiso a la empresa de mantenimiento”, ha asegurado. Tras el silencio espeso y sostenido de Francisco Fernández Sevilla, el anterior secretario general de UGT, Ferrer denunció el supuesto borrado mientras la Junta les pedía las facturas para justificar los fondos de formación, a los que presuntamente se les ha venido dando un uso indebido.

Laureano Conde ha dicho más cosas: ha hablado de “catarsis” y “regeneración”, de “orgullo” sindical y de “campaña mediática contra los sindicatos”. Pero de todo esto, quizá lo más demoledor sea la afirmación de que “en UGT no se movía una hoja sin el conocimiento de Manuel Pastrana —ex secretario regional— y de Fernández Sevilla”.

¿Una “caza de brujas”, como ha asegurado el responsable de la sección sindical de UGT en Andalucía, Francisco Serrano? Es posible. Y también que demasiada gente ande ahora frotándose las manos, porque le tenía ganas a los sindicatos en general y a los andaluces en particular. El Partido Popular de Andalucía anda todavía noqueado por el efecto de Susana Díaz, que además se ha consolidado, en un marco nacional a la deriva necesitado de mensajes nítidos. Y este asunto turbio de UGT, aunque no desgasta a la presidenta —es más: la potencia, teniendo en cuenta sus reflejos públicos—, sí que enquista esa relación de hermanamiento y confianza ciudadana con los sindicatos.

Los que aborrecimos el borrado de archivos del ordenador de Bárcenas solo podemos contemplar todo cuanto aquí ocurre con una similar indignación. Independientemente de que algunos columnistas y unos cuantos políticos hagan ahora su agosto sindical, tratando de extender el barrizal no solo al sindicalismo en sí, sino también al PSOE andaluz y regional, el asunto en sí mismo tiene más que ver con la ética civil, y con la propia honestidad, que con los intereses ajenos y contrarios.

Un rastro puede ser borrado, pero sus efectos invisibles se eluden más difícilmente: van acumulando su tensión y antes o después vuelven a interpelarnos. Dejando a un lado la causa judicial, que merecería más respeto desde cierta parte de la población, más o menos implicada, hace falta autocrítica, y alejar el terrible “conmigo o contra mí” del debate político. Si este escándalo es cierto, irá “contra nosotros”, contra los ciudadanos, contra nuestro derecho a sindicarnos honrada y libremente. Si se corrompe ese derecho no se desnaturaliza únicamente, sino que se nos hurta, se nos está amputando. El enemigo aquí, como en tantos otros casos, no es el mensajero, ni la judicatura, ni los periodistas más o menos afines, sino la propia actividad ilícita de quienes han abusado de la confianza pública.

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Joaquín Pérez Azaústre es escritor.

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